“La simbología de la Navidad da en el clavo de todos nuestros anhelos y temores”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“La simbología de la Navidad da en el clavo de todos nuestros anhelos y temores”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Alonso Cueto

Si tenemos miedo a la muerte, buscamos celebrar el nacimiento. Todos buscamos nacer y renacer muchas veces. La idea del nuevo comienzo siempre nos tienta. Y la religión cristiana, precisamente, ha colocado en el centro de sus celebraciones el recuerdo de un nacimiento. Hoy se celebra el aniversario de la vida de Jesús. Es el hijo que le da sentido al Padre. Es una vida que le da sentido a la muerte. La simbología de la Navidad da en el clavo de todos nuestros anhelos y temores.

Pero si la concepción del cristianismo es extraordinaria, no lo es menos su difusión. Toda religión, como toda obra humana, depende de sus artistas. En el cristianismo, a lo largo de los siglos, un conjunto de escritores, músicos, filósofos, pintores y arquitectos ha creado una gran representación del mundo. ¿Qué habría sido del cristianismo sin los grandes escritores que contaron las historias de la Biblia? Las obras de Bach, los versos de San Juan de la Cruz o de Santa Teresa, los altares de las iglesias o la pintura religiosa, también multiplicaron a sus fieles. La procesión del entre nosotros integra la música, las vestimentas y las imágenes. El arte nos conduce a un tiempo fuera del tiempo.

Por supuesto que, en el establecimiento de los sueños, necesitamos de la ayuda de la realidad y de la ficción. Es ficción que el niño Jesús nació un 25 de diciembre. Sabemos que esa fecha fue impuesta por el Papa León I, el Magno, en el año 440, porque coincidía con siglos de celebración de un ritual pagano en homenaje al “Sol Invictus”. Es cierto, en cambio, que Jesús procedía de una familia humilde. Es ficticio que vinieron a verlo tres reyes magos desde Oriente para entregarle al recién nacido regalos de oro, incienso y mirra (solo en el siglo VI, los nombres de Melchor, Gaspar y Baltazar aparecerían en un mosaico en Ravena). Es cierto, sin embargo, que en el evangelio de San Mateo se alude a unos “magos” (que, en realidad, podía referirse a sacerdotes u hombres sabios) que, guiados por unas estrellas, buscan al “rey de los judíos” y son encaminados hasta Belén. Pero también es cierto que existió José de Nazaret, de profesión carpintero (cuya denominación como “padre putativo” de Jesús llevó a llamar “Pepe” a todos los “José”). Es cierto que existió María que, al igual que José, vivió en Nazareth, y que es la única mujer que aparece nombrada repetidas veces en El Corán con sus nombres en árabe, “Maryam” o “Miriam”. Fue ella quien escuchó las iluminadas y terribles profecías de Simeón sobre el recién nacido.

Pero si hay muchas ficciones, son verdaderas las devociones, las adoraciones y la fe que las sostienen. La idea esencial del cristianismo es que, desde lo que ocurrió hoy hace 2020 años, nuestra perspectiva del futuro fue distinta. Hubo una esperanza que se instauró entre nosotros cuando llegó un salvador. La idea de que Jesús tuvo un origen humilde, que predicó para los pobres, que se opuso a los ricos y poderosos, es una de las razones por las que el cristianismo ha calado de un modo tan profundo en el pensamiento social moderno. Pero la esperanza, el reinicio y el nuevo nacimiento son asuntos que, como Jesucristo bien supo, requieren de sacrificio, penitencia y mucha fe. Las estrellas nos iluminan pero siempre parecen muy lejanas. El camino al cielo es inseparable del sacrificio. Pero nacer o renacer es una idea atractiva hoy para cualquiera de nosotros al final de este aciago año.