Nacionalismos, por Gonzalo Portocarrero
Nacionalismos, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

El nacionalismo nace del encuentro entre los ideales universalistas proclamados por la Revolución Francesa con la realidad de territorios delimitados por la fuerza de vínculos tales como compartir la misma lengua y la misma historia. Los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad” no pueden realizarse, al menos de inmediato, en todo el planeta. Necesitan anclarse en comunidades acotadas por la contingencia histórica. De allí lo paradójico que resulta el nacionalismo y la construcción de naciones, pues para convertir en realidad estos anhelos justicieros era necesario renunciar al universalismo implícito en la idea de que todos los seres humanos tenemos los mismos derechos y que nos debemos, unos a otros, la solidaridad que se basa en la empatía y que se proyecta en la ayuda a los que sufren. 

 El nacionalismo se basa en postular la existencia de una comunidad entre personas que no se conocen pero que se consideran como hermanos por compartir una historia, y, sobre todo, un proyecto de vida en común que resulta prometedor y sugerente. En el siglo XIX el nacionalismo se convierte en una suerte de religión laica. Pero sus efectos son ambiguos. De un lado, en el plano interno de cada sociedad, el nacionalismo fortalece las ideas de igualdad e integración social, impulsando las políticas solidarias y democráticas de redistribución del ingreso; aquellas que favorecen a los más necesitados. Pero, de otro lado, en el campo de la relación entre naciones surge una competencia por el prestigio, de modo que cada comunidad se considera la mejor y está dispuesta a probar esa pretensión hasta usando la violencia.  

El nacionalismo se radicaliza y las sociedades se sienten más valiosas y unidas en tanto entran en una competencia, potencialmente mortal, con otras naciones. El apego a lo “propio” se convierte en un afecto exclusivo e intransigente que significa el rechazo y desprecio de todo lo foráneo.  Esta situación llega a un extremo en la primera mitad del siglo XX con las dos guerras mundiales. El nacionalismo revela un potencial regresivo que impulsa el odio y la violencia. Por tanto, en Europa el desafío es potenciar el horizonte europeísta que significa reactualizar el mandato a ser universales, implícito en los valores de la Revolución Francesa.

 Desde entonces en Europa y Estados Unidos el nacionalismo se hace aún más regresivo. Se apela a la nación para discriminar, excluir y controlar. Se exalta lo “propio” para rechazar a los inmigrantes que tienden a ser estereotipados como parásitos que, o se roban los puestos de trabajo, o se convierten en delincuentes; en cualquier caso, en un peligro que es necesario combatir. Entonces el renacimiento del nacionalismo es fomentado por la extrema derecha y gana el apoyo de los sectores populares más vulnerables, a quienes se enseña a mirar sus dificultades como consecuencia de ideologías cosmopolitas que no defienden los “intereses nacionales”.

 La situación en el Tercer Mundo y en el Perú es muy diferente. El nacionalismo sigue siendo una ideología mayormente progresiva, pues las tareas que lo justifican no están aún realizadas. Me refiero a validar una necesaria autoestima colectiva. O a crear, o reforzar,  el sentimiento de solidaridad que impulse la igualdad ante la ley y la justicia para todos. En sociedades donde la herencia colonial gravita en la vida cotidiana en la forma de racismo y desintegración social quienes apelan a la nación son, sobre todo, los sectores populares que reclaman ser escuchados y considerados como iguales en derechos a los más privilegiados. Esta situación se observa en el uso de la bandera peruana en actos de reivindicación social. En la invasión, o recuperación, de las tierras usurpadas por el gamonalismo a mediados del siglo pasado. O en la toma de tierras eriazas en las ciudades.  

El nacionalismo suele ser una fuerza integradora, que refuerza la autoestima de nuestra comunidad y que invita a una acción transformadora. Pero también tiene sus peligros: el chauvinismo autocomplaciente que lleva a pensar que lo peruano es lo mejor, necesariamente. O la tendencia a excluir de la nación a grupos sociales por ser indígenas e incapaces, o por ser extranjeros y privilegiados. El Perú, lo sabemos desde González Prada, es una nación en formación aunque se esté construyendo con materiales de antiquísima data. Y ese es el reto: consolidarnos como una nación orgullosa pero sin soberbia, diversa pero solidaria.