(Foto: Archivo El Comercio)
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Marco Sifuentes

Los balones de gas explotan en San Isidro, los se vuelcan en el cerro San Cristóbal, los trabajadores mueren encerrados en Las Malvinas… ¿De qué hablamos los peruanos cuando hablamos de informalidad?

Para englobar estas situaciones no hay necesidad de zamparse las teorías de Hernando de Soto sobre Bin Laden ni de discutir áridos recovecos de la legislación laboral. Veamos más allá. Se trata de un desprecio casi innato de nosotros, los peruanos, por las reglas. Tanto como para cumplirlas como para imponer que las cumplan. En el Perú, las reglas siempre son para los demás; son flexibles, ignorables o, simplemente, fáciles de romper.

No es de extrañar. Después de todo, a lo largo de su historia, nuestro país siempre ha tenido una gran mayoría sumida en la pobreza y el abuso. Quienes tenían el poder hacían lo que querían –para ellos no aplicaban las reglas– y los demás debían ingeniárselas para sobrevivir en condiciones muy duras –tenían que romper las reglas–.

Pero la situación económica cambió. La bonanza que vive el país desde el cambio de siglo es insólita. Se ha reducido la pobreza. La clase media se ha robustecido. Ese gran ecualizador que es el dinero fluye como nunca antes. Y, sin embargo, eso no ha llevado a ningún cambio de conducta, ninguna transformación social, ningún tipo de sentido de la ciudadanía.

A esto se refiere Alberto Vergara cuando, en este Diario, resumió la situación actual del Perú con la descripción que el Pablo Escobar de Netflix hace de sí mismo: “No soy rico, soy un pobre con plata”.

Lo políticamente correcto es decir que ese cambio social debería venir de todos nosotros, que un espontáneo civismo debería aparecer en cada uno junto con la posibilidad de comprarse un celular o un segundo televisor, que qué tanto mirar la paja en el ojo ajeno. Y sí, un poco de eso hay, claro. Pero dejando la demagogia de lado, lo cierto es que una sociedad tiene dirigentes por algo: autoridades, élites o quienes sean aquellos que cumplen un rol de liderazgo en la sociedad.

¿Hacia dónde nos han conducido estos líderes? Casi todos los integrantes de nuestra clase dirigencial tienen un sesgo ideológico en el que –traumados por el exceso de intervención estatal de los años pre-90– prima el radicalismo del ‘laissez faire, laissez passer’. “No me preocupa un poquito de contrabando”, diría un consuetudinario representante de esa élite: nuestro actual presidente. El mismo que está dispuesto a recortar arbitrariamente la condena de un sentenciado por asesinatos y corrupción. ¿Por qué? Porque sucede que a este preso, como alguna vez fue presidente, no se le aplican las mismas reglas que al resto de reos. Y que, para colmo, está dispuesto a hacerlo cuando hay otros ex presidentes que están a punto de ser enviados a prisión. ¿Cuál es el incentivo que tienen los jueces de Toledo y Humala para actuar con severidad si sus sentencias podrán, en el futuro, ser ignoradas y desechadas por razones políticas? Las reglas son para todos, sí, pero el ejemplo tiene que venir desde arriba.