Camino con mi hija de siete años intentando convencerla de que lo más importante de la Navidad no son los regalos, sino la unión familiar. Es en vano. Ella simula escucharme, pero sé que toda su atención está puesta en un silencioso debate mental: ¿cuál carta escribir primero: la de los reyes o la de Papá Noel?
Es absurdo intentar evangelizar a un niño en la mentira buenista de que los regalos son lo menos interesante de la Navidad cuando lo cierto es que, llegada la Nochebuena, al momento del intercambio, también los adultos esperamos que bajo el árbol alguien haya dejado un paquete con nuestro nombre. Da igual el contenido, porque de grande lo que aprecias es que alguien se haya acordado de ti. En el fondo, el regalo es ese: imaginar a la otra persona eligiendo eso que te ha obsequiado, e intentar responder ¿qué propiedades vio en ese objeto que lo llevó a pensar en mí?, ¿qué mensaje cifrado hay detrás de ese perfume de botica, ese libro sobre la falta de autoestima, esa pelota antiestrés, esa cajita de calzoncillos amarillos talla ese?
Cuando eres niño, en cambio, no hay lugar a sutilezas, simbolismos ni interpretaciones. Los regalos son específicos: tienen un tamaño, una marca, un nombre propio (y un precio casi siempre excesivo). Por eso ahora, mientras escucho a mi hija relatar qué va a pedirles a los reyes y a Santa Claus, se me hace difícil no evocar algunos de los regalos que me alegraron las navidades de la infancia, que son, como todo el mundo sabe, las navidades de verdad.
Ahí está, por ejemplo, la esperadísima pelota de paños azules y rojos que descubrí en la maletera del Chevrolet Caprice de mi padre la mañana del 24, y que a las dos semanas se desinfló en el parque del barrio por cortesía de los aguijones de un cactus. O el precioso tren Chattanooga que descarrilé sin querer en la escalera de caracol, provocando la automática pulverización de sus cinco vagones e interrumpiendo la apacible vida de todos sus imaginarios ocupantes. O el Jeep amarillo del Zoológico que quedó inservible luego de que mi hermana –dolida por la enésima derrota que le infligí jugando Ludo– lo arrojara violentamente contra una pared (si la memoria no me falla, en la colisión el león perdió la cola; la jirafa, una pata; una raya el tigre). Ahí está la costosa colchoneta inflable que en el mismo día de su estreno, mientras navegaba montado en ella sobre las aguas de una piscina, fue alcanzada por las uñas acrílicas de una vieja bigotuda, que solo atinó a sonreír de nervios mientras mi flamante embarcación iba naufragando producto de una progresiva e irremediable fuga de aire. O el Atari importado que, en un reflejo de ansiedad, enchufé sin transformador, chamuscándolo en el acto (recuerdo que me encerré a llorar en el cuarto mientras desde la sala llegaba el insolente rumor de los villancicos de Stereo Lima 100). O el preciado robot de Mazinger Z al que mi hermano privara de su articulado y poderoso brazo derecho luego de que yo tropezara accidentalmente con su castillo de legos. O la bicicleta montañera Goliat que una noche dejé dormir en la terraza haciendo caso omiso a las advertencias de mi madre, y que a la mañana siguiente desapareció en manos de un ladrón acróbata que dejó en el muro las huellas de sus zapatillas. O el rompecabezas con fondo de paisaje natural escocés, cuyas 2000 piezas desperdigué en la alfombra con la sincera intención de conectar unas con otras pero luego abandoné, producto de ese sueño de nocaut que deja la Nochebuena. Ahí está el muñequito original de Obi Wan Kenobi –tan difícil de hallar en la Lima de los 80– que Coraje, el pastor alemán de la casa, decapitó sin remordimiento mientras me solazaba abriendo otros regalos. O el magnífico patrullero de lata a control remoto que en su primer recorrido oficial por el comedor fue aplastado por el zapato con plataforma de una tía solterona trasegada de champán, quien, por cierto, nunca cumplió su promesa de restituirlo. Ahí está el deslumbrante visor de películas de Fisher Price que, pese a los reiterados consejos adultos, descuidé en un paseo colegial a Chosica y quedó misteriosamente en poder de algún extraño (hasta hoy mis sospechas apuntan a Claudio Zuzunaga, no por las puras lo apodaban Rata Mala). Ahí está la envidiable pistola de vaquero de cañón largo, mango blanco y tambor metálico que, en el Lejano Oeste de un recreo, fue decomisada por un despiadado brigadier de Sexto Grado que, no contento con eso, la hizo volar por los aires con dirección a la muy transitada avenida Benavides. O la impecable pista de carreras de Matchbox que, por no seguir adecuadamente las instrucciones, arruiné al forzar uno de sus puentes, quebrando el bypass que constituía su mayor atractivo: un tío disimuló las grietas con cola líquida pero ya nunca fue lo mismo.
Solo ahora caigo en la cuenta del factor común entre esos míticos juguetes de Navidad: todos fueron rápidamente extraviados, mutilados, amputados o descompuestos. Su pérdida –a escasos días o incluso horas de haber llegado– resultó una breve tragedia para la infancia, pero a la vez una gran lección para la vida: aprendí que la felicidad puede durar una noche; que las ilusiones tarde o temprano encuentran una fuerza destructora superior a ellas; y que el tiempo incrementa el afecto silencioso por aquello que nos fue arrebatado.
De pronto, la voz de mi hija me aparta violentamente de los recuerdos y las elucubraciones. «Creo que le voy a escribir primero a Papá Noel, porque él llega antes, los reyes recién vendrán en enero. ¿Qué te parece?», me dice. Y yo le digo que está bien, que su lógica es contundente, que haga sus pedidos sin excederse. Dentro de los bolsillos cruzo los dedos.