Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza
Alexander Huerta-Mercado

La ciudad parecía un círculo del infierno. No hacía mucho, dos aviones se habían estrellado en las grandes torres que marcaban como pilares el ingreso a Nueva York. Yo era un estudiante siempre en problemas, como lo éramos muchos migrantes en ese momento de confusión. La chica que atendía como cajera en la bodega que me proveía de café era mi amiga y me comentaba que era del Tíbet y practicaba el budismo. Si bien no era una religión, ella lo vivía como si lo fuera y reconocía la sacralidad del Dalai Lama.

Un día, me pidió que rezara por ella para que se resolvieran unos trámites que estaba haciendo. No quiso darme más detalles. Ella sabía que yo era cristiano y le pregunté entonces si creía en mi Dios. Ella respondió de otra manera: “Yo sé que tu Dios es muy poderoso”.

En esos mismos días compartía los pocos momentos libres que tenía con un amigo venido de Taiwán que había americanizado su nombre a Steve y me acompañaba a rezar a la iglesia quizá con una curiosidad antropológica. Steve me comentaba que a veces recurría a los dioses de la fortuna (muy populares en su país); sin embargo, me decía que era casi como una transacción: él les rendía pleitesía y ellos a cambio le brindaban fortuna. En cambio, notaba que mi relación con Dios era de sumisión.

Mi vida se hizo complicada en la ciudad de los rascacielos. Tenía trabajo acumulado, la salud se me quebrantaba y me sacaron de mi cuarto en pleno y crudo invierno, finalizando prematuramente mi alquiler. Encima, me habían robado y estaba arruinado. Steve, cultor de los sonrientes dioses de la fortuna, me apoyó firmemente. Supongo, en parte, bajo el principio de que pese a que él y yo adorábamos a dioses diferentes, todos los dioses aman a las personas buenas.

Hoy más sereno pienso cómo mi amiga cajera no consideraba que su credo tuviera el monopolio de la verdad como lo tienen las grandes religiones de Occidente. Veo en mi memoria cómo nuestra relación con Dios es paternal y jerárquica y esto ha sido aprovechado institucionalmente para generar miedo al castigo por parte de distintos grupos de poder político. Por último, pienso que, de alguna forma, en aquellos tiempos difíciles honrábamos a nuestras divinidades portándonos bien. Tal vez porque toda religión es en parte una proyección de los valores de cada sociedad en un discurso sagrado y su cumplimiento bajo pena de castigo ha sido una efectiva forma de control social.

Pero tal vez lo que más me marcó de aquellos tiempos difíciles es la idea de que no debemos concentrarnos en lo que nos diferencia sino lo que nos une, lo que nos hace humanos, lo que nos ha llevado siempre a mirar más allá de lo que entendemos para reencontrarnos con lo divino, más allá de la teoría antropológica.

En los momentos complicados que nos ha tocado vivir, es tiempo de hacer lo que solemos hacer los peruanos: celebrar el cumpleaños de un pariente querido al que, creo, toca ver como a un amigo. Es Navidad.

Celebramos el cumpleaños de un pacifista y un simpatizante del amor fraterno. No hay pruebas históricas definitivas sobre la existencia de Cristo, por lo que –y parece que es como le gustaban a él las cosas– nuestro conocimiento es basado en la fe.

Es evidente que, a lo largo de la historia, ha habido todo un manejo por el control del significado que cada grupo de poder le ha dado a Cristo. Diferentes interpretaciones de la imagen del carpintero judío han servido para imponer el orden político de turno que en muchos casos ha justificado guerras, inquisición y persecuciones.

Muchas veces se lo representa dogmático y vigilante (sobre todo en la educación), cuando lo que sabemos de él es que era rebelde y flexible. Lo hemos visto representado como radical vigilante (“Jesús se va a enojar contigo si te portas mal”), cuando promovía el perdón. Hemos visto cómo ha sido representado sangrante, crucificado, azotado, con apariencia de europeo colonial (con ojos azules), promoviendo la resignación de los grupos dominados. En fin, se ha construido una imagen lejana y castigadora de un hombre que sabemos, por lo escrito, era sencillo y cariñoso.

Sabemos que caminaba mucho, incluso sobre el mar. Navegaba en un barco pesquero (algo así como una bolichera) y se reporta que se transportó en un burrito. Si bien su influencia hoy es mundial, es posible que mientras recorrió este mundo no haya abarcado caminando más de lo que es la provincia de Lima. Igual que Lima costera, su ambiente fue siempre el desierto, pero el de la zona medio oriental, en la misma zona del planeta donde han caminado los grandes profetas y que sigue siendo territorio de conflicto armado hoy en día.

Celebremos el cumpleaños a la persona que curaba con las manos, que lloraba de amor, que conversaba con los niños, que se juntaba con quienes eran juzgados, que narraba sus enseñanzas al más puro estilo del ‘storytelling’ y que predicaba el amor. Es más, San Agustín consideraba que la doctrina cristiana se podía resumir en “ama y haz lo que quieras” y Pablo culminaba uno de los más bellos textos jamás escritos en la carta a los Corintios con la frase “ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, lo más importante es el amor”.

Así pues, no puedo atribuirme saber cuál es la verdadera interpretación que se le debe dar a la presencia del Mesías en la tierra. Sin embargo, puedo decir que me gusta celebrar la vida del mensaje en su interpretación más tierna y menos política. Porque lo que sabemos de su vida no tuvo poder político y gustaba más del contacto cara a cara.

Celebremos al avatar cristiano en su presencia cotidiana. Mientras camino por el extraño y húmedo verano de Lima, veo los nacimientos iluminados. Los veo en algunos negocios y en muchas casas, incluyendo la mía. Debe estar cerca de ser lo más parecido a la primera foto familiar de la historia. Una familia de refugiados huyendo de la violencia, viviendo en pobreza y esperanza como tantas familias hoy.

A pesar de que José era carpintero, como seguramente lo fue Jesús, siempre lo representan con un bastón de pastor, algo que, metafóricamente, sí fue el Mesías. María siempre es representada mirando al pequeño agasajado echado en una cama de paja. Veo a los reyes (que eran aparentemente un grupo de astrólogos que no eran religiosos sino magos y que probablemente eran sabios místicos de la zona de Babilonia) reconocidos ahí en esa escena, en un espacio de tolerancia ideológica que solo es posible en un humilde pesebre donde solo existe la bienvenida. También veo a los pastorcitos con sus ovejas que eran su único recurso. ¡Vaya sorpresa que se llevaron mientras trabajaban en el campo cuando los mismísimos ángeles les avisaron primero que a nadie la buena nueva!

Esta alegoría del nacimiento que se ve en las casas, las tiendas, estampas es algo que sucedió hace mucho tiempo en una tierra muy lejana, la divinidad llegando en una forma original convocando pastores, magos y refugiados, todos distintos, todos iguales. Recuerdo con tanta nostalgia lo que aprendí de mis amigos que no compartían mi fe pero que me apoyaron tanto: no concentrarnos en lo que nos separa, sino en lo que nos une.