Carlos Meléndez

¿Se ha dado cuenta, estimado lector, de que todas las columnas sobre repiten más o menos el mismo estribillo?: bicameralidad, reelección parlamentaria, renovación congresal (por tercios o mitades), etc. Combinaciones de estos (y otros) versos reformistas se empaquetan –con más ego que ingenio– como la solución a la alicaída institucionalidad del país. Reformólogos de todas las procedencias (el de siempre, sus escuderos, los alternativos) pontifican en medios (tradicionales y alternativos), rodean asfixiantemente a las autoridades (ejecutivas y legislativas) y seducen a la ‘intelligensia’ criolla y a miembros de la “sociedad civil” limeña con sus fórmulas “mágicas”.

¿Por qué, entonces, más de 20 años de reformas políticas han fracasado una y otra vez en esta hermosa tierra del sol? Considero, al menos, dos factores: diagnóstico errado del problema y sesgo ideológico. Primero, las deficiencias de partidos políticos poco representativos, las mafias que toman por asalto agendas legislativas, la tramitología electoral, etc., son síntomas de una enfermedad, mas no su causa. Las reformas correspondientes ensayadas (primarias, “ventanilla única”, exigencias para inscribir partidos) no abordan la informalidad expansiva que, pese al crecimiento económico, predomina en todas las áreas de nuestra sociedad. Necesitamos reformas políticas para informales.

Segundo, la agenda reformista ha sido capturada por el sector progresista (¿dejadez de la derecha?), generando así un cortocircuito entre los pilares de la economía de mercado y las reformas de “segunda generación” estatistas. Por ejemplo, la descentralización se diseñó desde ONG de izquierda limeña y en vez de poner énfasis en la capacidad de recaudación subnacional, se obsesionaron con presupuestos participativos y consejos de coordinación con la “sociedad civil” (a.k.a: “pueblo organizado”); es decir, se privilegió la redistribución para provincias a partir de recaudación capitalina. Ese tipo de sesgo se repite en otras áreas. Necesitamos reformas políticas que no acaben generando más informalidad, que rompan con el mercantilismo criollo y que sintonicen con nuestra economía de mercado.

Veamos un ejemplo lamentable que articula los dos puntos indicados: el financiamiento público de los partidos. El circuito de reformólogos locales –y sus redes internacionales– impulsó la idea-fuerza (de sesgo “presupuestívoro”, Aldo Mariátegui dixit) de que el financiamiento privado de la política genera desigualdad entre los competidores y que, por lo tanto, solo el erario nacional (nuestros impuestos) debía financiar a todos los partidos, de izquierda a derecha. Contribuciones privadas –en este esquema– podían realizarse, mas solo a nivel personal y en bajos importes. “No a la competencia; sí al uso partidario de los fondos públicos”. ¿Algo más opuesto a la lógica de mercado que esto?

El grave problema de dicha reforma es que el predominio del financiamiento público de los partidos, en una sociedad mayoritariamente informal como la nuestra, genera una cancha dispareja, pues, mientras que el sector formal de la economía no puede financiar la política (si lo hace, cae en el “pitufeo”), el sector informal/ilegal sí se las arregla para hacerlo. Resultado: las mafias patrocinan candidaturas exitosas y así, toman el poder (con la consecuente indignación del cínico zurderío). El poder político que han ganado la minería informal, el narcotráfico, las universidades de dudosa calidad, las mafias del transporte público, entre otros, se potencia a partir de una reforma de financiamiento político ideológicamente sesgada y con un diagnóstico del problema estructural fatal. Quienes la impulsaron son una suerte de Farid Matuk de la reforma política: ponen en práctica medidas “políticamente correctas” para el prejuicio “progre” (en tiempos de confinamiento pandémico, dar permisos de salida con frecuencia interdiaria a hombres y mujeres por separado), pero con nefastos y catastróficos resultados. Los “reformólogos Matuk”, empero, siguen sentando cátedra.

Si no rompemos la hegemonía informal e ilegal del financiamiento de la política, el retorno a la bicameralidad generará dos cámaras de mafias, se reelegirán solo los parlamentarios patrocinados por oscuros intereses (¡y encima, serán los más experimentados!), y el Congreso renovará los puestos de los representantes de la economía informal. Hacer este ajuste vital, ni siquiera requiere de una reforma constitucional: basta con modificar la ley correspondiente, con mayoría simple.

Por supuesto que necesitamos reformas políticas, pero hay que hacerlas con evidencia empírica y sincronizando nuestros sistemas económico, político y social. Cambiemos el estribillo y apostemos por nivelar la cancha del financiamiento formal de la política, diseñar distritos electorales que otorguen representatividad política a los ‘clusters’ económicos, vetar candidaturas extrasistémicas (los anti-establishment son bienvenidos, si quieren participar electoralmente; los totalitarios, no), entre otros. Hay dos tipos de reforma política: la que el Perú necesita y la que propone la camarilla de reformólogos contumaces, y son mutuamente excluyentes.

Carlos Meléndez es socio fundador de 50+1 Grupo de Análisis Político