(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

A los peruanos debe irnos muy bien, porque ya somos tan xenófobos como una potencia. Estas semanas, el despliegue contra los venezolanos en redes sociales y medios ha sido digno de la Italia de los años treinta. He visto titulares y tuits rabiosos sobre venezolanos que se quejan del Perú, y supongo que sus autores también comentan a cada imbécil patrio que se encuentran. También he leído furiosas diatribas contra venezolanos delincuentes, porque todo el mundo sabe que en el Perú no hay un solo criminal autóctono, solo los importados. Incluso he encontrado una ola indignada de oposición contra el voto de residentes legales en las elecciones regionales y municipales de octubre. Según el Reniec, se prepara para colonizarnos una espeluznante masa de 26 personas en todo el país. Y venezolanos... uno.

Es fascinante lo rápido que olvidamos que, durante décadas, y hasta hace unos cinco minutos, los apestados fuimos los peruanos. Otros países nos devolvían de sus aeropuertos, nos humillaban en sus consulados y nos exigían condiciones imposibles para sus visados. Con el pecho henchido de orgullo patriotero, debemos agradecerle al chavismo que haya creado una población miserable y necesitada de huir, porque eso nos hace sentir a la altura de los mejores países, representantes de la élite de la esvástica, miembros del selecto club de los ‘skinheads’ con chancabuque.

De hecho, también una España insegura y asustada ha recuperado el viejo discurso étnico, que hasta ahora parecía exclusivo de la caverna catalana. Los líderes de la derecha española hoy se pasean por las alambradas fronterizas y advierten a sus conciudadanos de las manadas de negros que, según ellos, están a punto de conquistar el territorio y disolver la cultura ibérica. No deja de tener cierta ternura su inocencia. Según el Eurobarómetro, la población española cree que los inmigrantes son más del 20% cuando en realidad no llegan al 10%. De ese país, más bien, la gente se está marchando. Según datos oficiales, los españoles residentes en el extranjero alcanzaron los 2’482.808 en el 2017, un 3,2% más que el año anterior.

¿Por qué se producen esas ilusiones ópticas? Por las noticias. Los venezolanos aparecen en los medios de prensa cuando cae una banda de delincuentes. Los africanos, cuando sus pateras de inmigrantes son rescatadas en el Mediterráneo. En cambio, los millones de individuos de ambas comunidades que simplemente trabajan, aportan a las arcas del Estado y contribuyen a la economía con su consumo, resultan, precisamente por su normalidad, invisibles. Quienes los conocen, les tienen la misma estima –buena o mala– que a sus otros vecinos. Quienes solo los ven en la prensa, son precisamente los que no conocen a la mayoría. Así, los periodistas no documentamos una realidad. Más bien, la inventamos.

El estereotipo de una invasión de extranjeros feroces prende muy bien entre las personas más primitivas, porque resulta reconfortante: una justificación para todos los defectos propios. ¿Que hay delincuencia? No somos nosotros, son ellos. ¿Que no busco trabajo? Es porque les dan los puestos a los extranjeros. ¿Que soy racista? ¡No! ¡Es que ellos nos amenazan! Para los políticos, los extranjeros actúan como un chivo expiatorio perfecto, porque no votan o votan menos.

La realidad es la contraria, y está demostrado: las inmigraciones coinciden con los buenos momentos económicos, y bien empleadas, potencian enormemente la economía, como ocurrió en la Argentina de la primera parte del siglo XX o en Europa a partir de los sesenta. Pero para aprovecharlas a plenitud, no podemos contar con los cavernícolas. Hace falta más generosidad que egoísmo, más humanismo que racismo y, sobre todo, más inteligencia que prejuicios.