(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Cada nación tiende a vivir su proceso político, su coyuntura, como si fuera un drama de pronóstico reservado. Podrían suceder cosas muy buenas o muy malas. Esta manera de sentir y ver las cosas incentiva a colocar cualquier conflicto como si se estuviera en el inicio o en el centro mismo de la resolución definitiva de los problemas del país.  

Durante mucho tiempo, por lo menos desde la década de 1930, la política peruana fue definida como el enfrentamiento entre la oligarquía y el pueblo. El primer grupo estaba representado por el civilismo militarista, blanco y criollo, mientras que el segundo por las clases trabajadoras y campesinas, cholas e indígenas. Fundamentó esa definición el diagnóstico sobre el Perú como un país en el que pocos tienen demasiado, mientras que la mayoría carece de (casi) todo.  

Por tanto, la política económica respectiva no podía ser otra que la redistribución, a través de los impuestos o de la propiedad de la tierra, del excedente económico de las grandes minas y plantaciones. Así se podría crear un mercado para las incipientes industrias nacionales.  

En el mismo sentido, también era necesario nacionalizar de algún modo las grandes compañías extranjeras, obligarlas a compartir las riquezas de las que se habían apropiado. Finalmente, era imprescindible ampliar la ciudadanía, incorporando al marginado mundo indígena a la población electoral, con derechos. 

Esta lectura de la realidad del país fue impulsada por el Apra como una suerte de guion o programa inspirador de la consolidación nacional. El problema estuvo en que los grupos racistas y conservadores no querían ceder en sus privilegios, por lo que ni siquiera un modesto programa de reforma del gamonalismo podía encontrar apoyo significativo en sus filas. Contaron con el apoyo de la policía, las Fuerzas Armadas y otros distintos aparatos de gobierno, como el Poder Judicial.  

La distancia entre la presión democratizadora del mundo de abajo y el exclusivismo racista entre los de arriba duró mucho más de lo necesario o conveniente. Prueba de ello son los golpes militares de Benavides u Odría que clausuraron las vías democráticas que se abrían en su momento, relegando nuestra política, otra vez, hacia la época de las dictaduras.  

Pero mientras tanto, ya se había instalado en la conciencia pública lo insuficiente que resultaba una política de desarrollo basada en la redistribución del ingreso y la propiedad. Una política de desarrollo tenía que fundarse en políticas estatales, empresas públicas, préstamos e inversiones extranjeros; pero, sobre todo, en un gran esfuerzo por lograr la educación ciudadana de toda la población peruana.  

Todo esto cambió con la paulatina institucionalización de las Fuerzas Armadas y el repliegue de la Iglesia en su apoyo al gamonalismo. Estamos hablando de inicios de los años sesenta del siglo pasado. Entonces, con el gobierno militar del general Velasco, se dieron las reformas que muchos en el país estimaban como necesarias para la consolidación republicana, democrática y nacionalista del Perú.  

Pero transcurridos más de 40 años, el diagnóstico económico del país había quedado desfasado. La redistribución del ingreso, con el crecimiento demográfico cada vez más rápido, no podía ser más una solución para acabar con la pobreza, pues la producción de riqueza no crecía tanto, sobre todo en las áreas rurales.  

Pese a todo, las fuerzas de izquierda insistieron en regulaciones, impuestos y nacionalizaciones. En políticas que condujeron a la gran crisis que duró de 1978 a principios de la década de 1990 cuando, a consecuencia de la inflación, el programa estatista fue abandonado por las mayorías.  

Desde entonces no se aprecian grandes divergencias programáticas entre las fuerzas políticas. Todas buscan lo mismo. Tenemos por tanto la oportunidad para una política nacional compartida, pues entre los partidos las diferencias obedecen más a los intereses de los líderes y organizaciones políticas que a las expectativas de las fuerzas sociales.  

Bastarían mutuas concesiones sin renuncias traumáticas a las identidades para agilizar el desarrollo del país. Ojalá sea posible y el Perú no se deje ganar por una insensata lógica de la oposición, en función de intereses particulares. No es mucho pedir que hayamos madurado lo suficiente para dejar la trampa fratricida.