(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Andrés Oppenheimer

En mi reciente entrevista con el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, el mandatario intentó reiteradamente cuestionar los informes de los grupos de derechos humanos de que sus paramilitares han matado a unos 300 opositores en los últimos tres meses. Pero incluso si aceptamos sus cifras, esta masacre debería estar generando una protesta internacional mucho mayor.

Durante la entrevista, que tuvo lugar el 28 de julio en Managua, Ortega afirmó que la cifra de muertos en las protestas antigubernamentales de Nicaragua fue de 195 personas.

Afirmó que la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Human Rights Watch y otros grupos de derechos humanos han dado a conocer cifras equivocadas, porque supuestamente se basan en denuncias de muertes, y no en muertes efectivas. Además, Ortega afirmó que muchos de los muertos eran policías y activistas progubernamentales.

¿En serio?, le pregunté. Le señalé que el presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, Paulo Abrao, me había dicho que más del 90% de los muertos fueron asesinados por los paramilitares del gobierno. Ortega respondió: “Él miente”.

Ortega alegó que de su cifra total de 195 muertos, 22 eran policías y 44 eran activistas sandinistas progubernamentales. Cuando le hice notar que eso representaría solo 66 de 195 víctimas, Ortega agregó que “también hay trabajadores del gobierno” entre los muertos, y alegó que muchas de las muertes reportadas fueron “inventadas”.

Le dije a Ortega que es difícil “inventar” una muerte, porque siempre hay parientes cercanos que pueden desmentir un informe falso, o la propia persona desaparecida puede aparecer y esclarecer el tema. Además, los principales grupos de derechos humanos han corroborado sus denuncias de muertes.

Pero lo más sorprendente de lo que dijo Ortega en la entrevista con CNN en Español y el “Miami Herald” es que incluso, según sus propias cifras de 66 policías y activistas sandinistas muertos, su régimen sería responsable de la mayoría de las muertes. Eso suena como una admisión involuntaria de culpa, o podría leerse de esa manera en un tribunal de justicia.

Las más de 300 muertes en Nicaragua reportadas por los grupos de derechos humanos son un número enorme, considerando que se trata de un país pequeño de solo seis millones de personas. Es más del doble del número de personas que murieron en Venezuela, un país de 32 millones, en los sangrientos disturbios del año pasado.

Otra cosa que me sorprendió fue la defensa que hizo Ortega de Trump. Aunque los portavoces de la Casa Blanca y el Departamento de Estado han anunciado nuevas sanciones contra el régimen de Ortega, Trump personalmente no ha hablado sobre Nicaragua.

En un momento de nuestra entrevista, Ortega culpó a Estados Unidos por apoyar un supuesto “golpe” contra su gobierno, pero exculpó a Trump.

Pero cuando le pregunté a Ortega por qué habría de querer Trump derrocar a su gobierno cuando el presidente de Estados Unidos ha demostrado que le encantan los dictadores –ha elogiado a los gobernantes de Rusia, Corea del Norte, Turquía y otros regímenes autoritarios–, Ortega respondió que “el presidente Trump no”. Añadió que es “un grupo de congresistas asentado en Miami” el que estaría tratando de derrocarlo.

Antes, Ortega había dicho el 24 de julio a la cadena venezolana Telesur que “sería ideal” tener una reunión con Trump.

Como dice Edmundo Jarquín, un ex funcionario sandinista que actualmente es opositor a Ortega, es muy probable que el presidente nicaragüense esté tratando de que Trump lo vea como la única garantía de estabilidad en Nicaragua, y como la mejor opción de Trump para evitar una mayor crisis de seguridad, migración y narcotráfico en Centroamérica.

Mi opinión: Es hora de que Trump se pronuncie personalmente sobre el derramamiento de sangre de Nicaragua, que anule su cruel decisión de deportar a 2.500 inmigrantes nicaragüenses que disfrutaban de la residencia temporal en Estados Unidos, y que le pida a su amigo Vladimir Putin que ponga fin al apoyo económico y político de Rusia a Ortega.

Incluso, según el recuento del propio Ortega, esta es proporcionalmente la crisis política más sangrienta de América Latina. Debería haber mucha más presión internacional para que Ortega acepte una solución negociada, con elecciones anticipadas.