Gonzalo Banda

No sé si la victoria de Gustavo Petro en Colombia sea otro giro hacia gobiernos de en la región. Más que giro, es un nuevo vericueto (esa palabra que tanto le gustaba a Gabriel García Márquez). A este vericueto hemos llegado después de varios años en los que Latinoamérica ha padecido muchos procesos de convulsión social, estallidos. Chile y Colombia acaso fueron los dos países con movimientos sociales más importantes. El chileno fue un proceso de mayor duración e impacto. Pero si algo deja el caso chileno como aprendizaje para Colombia es que no siempre un romance inicial con la gente garantiza que el gobierno tendrá una tarea sencilla. El grado de ilusión es de tal dimensión que las exigencias populares son muy rápidas y el crédito político de Gabriel Boric fue escaso, como terminaron de mostrar sus primeros índices popularidad.

No se debe hacer tampoco un ridículo ejercicio de explicación unívoca del fracaso de la política en estas últimas elecciones en la región, pero podemos intentar algunas primeras ideas sueltas, incluso haciendo referencia a la experiencia peruana. Ha habido desde hace varios años un intento colonial de administrar los esfuerzos colectivos de la derecha continental. Pero a diferencia de sus pares izquierdistas, la derecha desconoce estas aguas estancadas de la acción colectiva continental. La derecha liberal en la región debió pactar con la derecha conservadora. Desarrollaron conversatorios y reuniones para mirarse las caras, pero carecieron de programa.

Se dejaron sermonear en muchos casos por líderes ideológicos que llevaron el debate hacia ese resquicio. Perdieron el debate de los temas pragmáticos. Tras una crisis económica y sanitaria, uno esperaría que la derecha política de la región hubiera dominado el debate de creación de empleo y mejora de salarios. Pero prefirieron seguir polarizando con el comunismo. Incluso políticos de derecha de otros continentes participaron decisivamente en el debate público sin haber conseguido influenciar más que a un núcleo duro muy reacio a modificar la estrategia.

La derecha dejó de ser popular para convertirse en populista. Y eso en términos muy simples supone la dimisión de la derecha liberal en favor de la derecha conservadora. El abandono de los temas urgentes de la economía para enfrentar otro enemigo. El enemigo de la derecha conservadora, más que el comunismo, es el progresismo, por eso tienen igual distancia, o hasta más, con los izquierdistas más radicales que con los caviares progresistas. Eso los ha hecho perder reflejos que antes tenían más desarrollados en campaña y presenta un dilema.

¿Debe la derecha liberal recorrer un camino popular y emanciparse de la otra derecha conservadora? Es casi el mismo dilema que debió enfrentar la izquierda política en el Perú cuando Castillo comenzó a gobernar. O se construye un camino propio que puede demorar y que comience a conquistar voluntades, o se termina siendo esclavo de proyectos políticos que terminan contradiciendo el mismo ideario. El Gobierno del presidente Castillo es un Gobierno que enarboló las banderas de la izquierda más radical, pero que se haya librado de los dirigentes de la izquierda progresista no hace que deje de ser un gobierno de izquierda, aunque sea una izquierda que la dirigencia limeña acuse de aldeana.

La derecha liberal, con el fin de mantener un estatus de poder, enfrenta un dilema también donde es más probable que los mayores damnificados sean los liberales. Porque siempre estarán condenados a elegir, como Ulises, entre dos monstruos con los que inevitablemente padecerán tragedias, quizá unas más llevaderas, pero padecimientos finalmente. De lo contrario, la política de la región seguirá pariendo esa especie de Frankenstein postmodernos que son algunos conspicuos liberales cada vez más irreconocibles.

Simbólicamente, Colombia inicia una transición hacia algo. Este vericueto sinuoso se abre paso sobre los vestigios del uribismo. No está claro qué vendrá detrás de Petro. Hay un desborde de expectativas que lleva años acunándose y que reclamará resultados inmediatos. Pero ni toda la polarización colombiana impidió que en menos de dos horas se tuvieran resultados oficiales y reconocimiento de la derrota. A pesar de la gran desconfianza ciudadana, las instituciones colombianas estuvieron a la altura. Hacia allí debiéramos apuntar en el Perú; a hacer los esfuerzos necesarios para incrementar la mejora de nuestras instituciones electorales y políticos que reconozcan rápidamente la derrota para no socavar, estérilmente, la democracia, y que no sufran mucho porque “lamentablemente, han tenido que trabajar”.

Gonzalo Banda es analista político