(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Conocí al sacerdote recoleto Hubert Lanssiers en la cárcel de Picsi, Chiclayo, a finales de los años noventa. El padre, un abogado y yo entramos juntos en el pabellón de terroristas.

–¿No deberíamos llevar una escolta? –pregunté asustado–. ¿Aunque sea un guardia?

–El padre no necesita escoltas– respondió el abogado.

Lanssiers presidía la comisión para indultar a inocentes encarcelados. Y era el trabajo más tranquilo de su vida. Durante su niñez belga, había sufrido en carne propia la ocupación nazi. Luego, se había enrolado en el ejército aliado. Se había ordenado sacerdote en el Japón posnuclear. Había vivido las guerras de Indochina y Vietnam. Y en los ochenta, había terminado como capellán de las cárceles peruanas.

Con semejantes antecedentes, efectivamente, el padre no necesitaba escolta. Su escudo era el respeto que inspiraba. De haberlo encontrado afuera de la cárcel, algunos de esos presos marxistas no habrían dudado en matarlo por traficar con “el opio del pueblo”. Lo mismo habrían hecho muchos policías o soldados, que desconfiaban de su interés por los presos. Pero ahí adentro, precisamente por todo eso, era el único que podía poner a ambas partes a dialogar. Lanssiers mediaba en conflictos, aplacaba motines y evitaba masacres. Todos confiaban en él porque en realidad, él no veía izquierdistas o derechistas: solo seres humanos. Y hacía lo posible para que esos seres –sin importar sus ideas, ni siquiera sus delitos– viviesen con dignidad.

Lanssiers es la persona que más he admirado en la vida. Y continúo trabajando con sus herederos. Esta misma semana, entregué como jurado el premio literario de las cárceles peruanas, que lleva su nombre, porque reconoce la humanidad, incluso de quienes han hecho cosas inhumanas, y favorece su resocialización a través del arte.

Pocos días antes, el cardenal había declarado en una radio que “ nunca ha querido el bien del Perú”, causando una cascada de reacciones de políticos y un gran debate sobre si la máxima autoridad de la debe manifestar su respaldo o crítica a un partido.

No pude evitar recordar que el padre Lanssiers rechazaba casi todas las entrevistas. Sabía que los periodistas necesitaban titulares, y para conseguirlos intentaban enfrentarlo con el gobierno, la izquierda, los militares o quien fuese. Él nunca titubeaba en decirles a todos ellos las verdades a la cara. Pero prefería hacerlo en persona antes que en los periódicos. Y esa discreción ayudaba mucho a mejorar las condiciones de vida de los involucrados.

Pensando en él, durante años, e incluso en estas páginas, he sido crítico con los exabruptos de y su manía de utilizar su investidura para apoyar al . Un cardenal tiene todo el derecho a dar una opinión política. Pero si la exhibe en público, transmite el mensaje –falso por definición– de que hay un “partido de Dios”. Y pierde credibilidad para ser lo que debe ser: un mensajero de la paz.

Por la misma razón, creo que Barreto cometió un error con sus declaraciones. Como ciudadano, estoy bastante de acuerdo con ellas. Aun así, no creo que le correspondiese al cardenal asumirlas. Y él tampoco, porque ha tenido el gesto de retractarse. Aun así, en adelante, cuando Barreto quiera de verdad “el bien del Perú”, una parte de los peruanos lo acusará de parcialidad. Y cuando la Iglesia pueda mediar en un conflicto nacional, resultará tan inverosímil como Cipriani mediando entre Keiko y PPK.

Si existiera el partido de Dios, sus miembros estarían más allá de etiquetas ideológicas. Sus militantes estarían a favor de la humanidad. Trabajarían discretamente para que las personas no se hagan daño entre ellas. Y su líder indiscutible seguiría siendo Hubert Lanssiers, el hombre al que respetaban hasta los asesinos.