(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Una ciudadana peruana, con su bebe en brazos, es abaleada camino al nido donde iba a dejarlo. Una anciana es drogada y desvalijada de sus pertenencias por una falsa doctora que con engaños entró a su hogar. En el Perú mueren diariamente decenas de personas en accidentes de tránsito causados por la irresponsabilidad de choferes mientras de las arcas fiscales se saquearon fondos que bien podían haber financiado la construcción de un metro, completar una revolución educativa y otra habitacional. Entretanto, dos ex presidentes están presos y otro tiene orden de captura internacional.

Pienso que a estas alturas no viene al caso discutir si la responsabilidad de la espiral de violencia y criminalidad que nos desborda le corresponde a la izquierda, a la derecha, al centro o al dios Pachacámac. Lo cierto es que para el ciudadano común y corriente, la corrupción y el crimen han escalado de una manera alarmante. Un sistema judicial que libera a los delincuentes, previa coima a malos funcionarios, está convirtiendo nuestra vida en un infierno. Porque no hay día que no ocurra una balacera, una mujer sea asesinada –incluso a martillazo limpio– o compatriotas pierdan sus vidas a manos de choferes sin brevete y con decenas de papeletas en su haber.

La nación que en pocos años debe celebrar el bicentenario de su libertad ha sido capturada por criminales, algunos de cuello y corbata y con cuentas millonarias. Porque a pesar de los esfuerzos de buenos policías (ahí está el desbaratamiento de varias bandas para probarlo), nada parece suficiente para contener la desenfrenada ambición y maldad de asesinos y ladrones.

Cuando una sociedad vive ensimismada en el pragmatismo, en las cifras macroeconómicas y en el poder del dinero fácilmente olvida los valores que la dotan de un horizonte, una ética de vida y una sociabilidad medianamente civilizada. ¿Cuál es la narrativa, aparte del ‘estudia, sé productivo y consume’, que debe llegar a los jóvenes peruanos para que sean honrados, eviten la violencia y respeten la vida en todas sus expresiones? ¿Será que si formalizamos masivamente y apelamos a las emociones del “pueblo” el crimen y la corrupción desaparecerán?

No estoy tan segura. Los seres humanos somos animales simbólicos y el símbolo (por no decir el mal ejemplo) que ha cundido en estos últimos 20 años es “chapa tu plata”. Pero hazlo a la velocidad del rayo así tengas que matar o destruir las esperanzas y los sueños de millones en el camino. La cultura del dinero que todo lo compra y todo lo puede (¿quién olvida las maletas llenas de fajos de dólares en la salita del SIN?) ha permeado los diferentes estratos de nuestra sociedad. Como la carretera de la movilidad social a través del mérito y el trabajo arduo no deja pisar el acelerador y correr a 200 kilómetros por hora, se han tomado por asalto vías alternativas. En ellas, la pistola, la audacia o el codazo al que destaca dan, en teoría, los frutos esperados.

La república imaginada en 1822 por la mesocracia ilustrada –a la que se refirió Jorge Basadre– exhibe aspectos prácticos. Entre ellos, la construcción del Estado en todas sus dimensiones, el ideal del progreso y la necesidad de reconocimiento mundial para el Perú, que se evidencia en nuestro escudo nacional. Pero también aspectos culturales sumamente relevantes. No era cuestión de declarar la independencia de España, afirmó Faustino Sánchez Carrión en uno de sus escritos, sino de cambiar los hábitos y las costumbres, inaugurando una convivencia civilizada entre los ciudadanos de la república del Perú. Estos ideales no son compartidos por todos, pero fueron poderosos y triunfaron en años en que los valores eran también adversos: la oligarquía del guano, la esclavitud y la servidumbre indígena o el gamonalismo. Similar espacio existe ahora, cuando menos para que ganen representación política y resonancia pública.

El apostar solamente por los éxitos económicos e incluso asumir que la reingeniería del modelo nos liberará de nuestros problemas implica olvidar la dimensión ética de la república. Que, bueno es recordarlo, fue fundada por un puñado de humanistas. ¿Será posible humanizarnos haciendo dialogar a la república de valores e ideales con lo cotidiano? O es que, como algunos sugieren, esos valores no son aprensibles por los peruanos más pobres.

Últimamente he estado reflexionando en torno a la herencia que recibí de mis padres. Ella no fue una gran casa ni mucho menos una cuenta bancaria abultada. Lo que Roberto, Lida y mis maestros me dieron fue un conjunto de valores con los que he logrado navegar por un mundo turbulento. Mi madre, que hace poco celebró sus 90 años, no sabía de teoría republicana pero ese ideario se vivió día a día en nuestro hogar. Pienso en su austeridad, su amor entrañable por nuestra patria chica, La Punta, su trabajo arduo y su respeto por los demás. Porque además de la evasión tributaria, lo que debería estar penado en el Perú es la ausencia de empatía y amor por el país. El que sorprendentemente aparece en momentos que nos reunimos a apoyar a nuestra aguerrida selección. Tal vez reflexionando en torno a ello y a la “cultura de la integridad”, a la que se refirió hace poco Allan Wagner, empecemos a descriminalizar a esta nación, tan rica, diversa, potente y creativa pero también tan desventurada por su enorme carga de violencia física y verbal.