Hay que ser optimista: cuando todo te parezca mal, piensa que todo puede ser siempre peor. Desde inicios de siglo decimos que en el Perú no existen partidos políticos propiamente dichos, ni un sistema de partidos entre ellos; que nuestra política está signada por el personalismo, la improvisación y el cortoplacismo; por la volatilidad extrema y la escasa legitimidad.
Pero la elección que viene parece notoriamente peor que las anteriores. La postergación de una reforma política ha inflado el registro electoral, llegando a 24 partidos, la mayoría de los cuales no son sino un cascarón. Esta vez quienes no participen perderán la inscripción, así que tendremos la elección con más candidatos de nuestra historia reciente. La emergencia sanitaria limitó la aplicación de una, a su vez, limitada reforma política, por lo que no pudieron inscribirse organizaciones nuevas, celebrarse elecciones primarias (un mecanismo democrático de selección de candidatos y de filtro para sacar de la competencia y del registro a partidos sin respaldo), ni entró a regir el requisito de al menos un año de militancia en algún partido para poder postular a un cargo de elección. Por ello, hemos asistido al espectáculo de inscripciones de última hora en diferentes partidos, que estos acogen gustosos al no tener candidatos, propuestas, ni viabilidad propia.
Se dice, con razón, que los electores debemos meditar bien nuestro voto. La tarea se complica por el alto número de candidatos presidenciales, a los que se sumarán los candidatos al Congreso con voto preferencial; y se dificulta aun más porque no será posible hacer publicidad en medios masivos y la epidemia limitará las actividades presenciales en campaña. Afortundamente, se amplió la franja electoral, pero igual habrá confusión. En otros contextos, los partidos con más historia y trayectoria estructuran mínimamente la competencia, pero acá se juegan la sobrevivencia, y la contienda parece definirse entre partidos nuevos y partidos viejos pero “refundados” por completo con nuevos dirigentes y logos; es decir, con otros partidos nuevos. Así, no basta apelar a la demanda política. Se tiene que mejorar la oferta. Pero en medio de los problemas de representación que vivimos se hace difícil convencer a ciudadanos capaces y bien intencionados de participar en política. Además, con tantos partidos y candidaturas, los cuadros más atractivos, que existen en muchas tiendas, aparecen dispersos y con oportunidades escasas. Y, lamentablemente, para estas elecciones la mayoría de partidos ha optado por mecanismos poco democráticos para seleccionar a sus candidatos (asambleas de delegados elegidos por listas únicas).
Y hay un gran problema de fondo –de carácter “sociológico”, si se quiere–, que es la gran distancia que existe en nuestro país entre la élite económica, cultural y social, y la ciudadanía en general, y la distancia entre esta última y la actividad política en general. Esta distancia solía ser reducida, precisamente, por la existencia de partidos, ideologías y apuestas políticas capaces de ser un punto de encuentro entre identidades diversas en todo el territorio. En su momento, el Apra, la izquierda, el socialcristianismo y Acción Popular fueron motores articuladores. Ahora, estos y otros grupos políticos parecen reducidos a pequeños núcleos, y a la expresión de intereses muy segmentados, particulares y muy lejanos a los procesos sociales que han dado lugar a la actual fisonomía del país. De allí, la distancia que se percibe entre las preferencias de las élites y las de los ciudadanos en general. Y los peruanos que expresan mejor el país forjado en los últimos años no parecen tener capacidad ni interés en saltar de la esfera social a la política.
De estos problemas no se sale fácilmente, y requerirá de mucho esfuerzo sostenido a lo largo de mucho tiempo. En lo inmediato, habría que persistir en reformas como la vuelta a un sistema bicameral, con un rediseño de las circunscripciones electorales, y plantear a los candidatos de las próximas elecciones un compromiso para completar la reforma inconclusa.