En noviembre del 2016, el colega Juan Pablo Luna publicó un artículo muy provocador, bajo el título “Perú, ¿el futuro político de Chile?”. Luna proponía romper con la idea de que Chile era un país con una institucionalidad avanzada a la que los demás países debían aspirar, y que, más bien, mostraba signos de descomposición partidaria de los que el Perú era la ilustración más clara. A estas alturas, resulta evidente que, en efecto, Chile está atravesando una profunda crisis de representación. Los resultados del plebiscito del domingo cierran simbólicamente una larga etapa, y queda por verse si estaremos ante el inicio de una nueva y superior, o de una espiral de creciente desafección, confrontación política y problemas de gobernabilidad.
Pero el Perú puede ser visto como una referencia del futuro posible en más de un caso. Recordemos que el Perú, con Alberto Fujimori, fue el pionero en la gestación del “autoritarismo competitivo”. No era una dictadura convencional: mantenía, en principio, las formalidades democráticas, pero en la realidad se trataba de un sistema de partido hegemónico, en el que los controles democráticos horizontales (autonomía y equilibrio entre poderes del Estado) estaban muy limitados, y la oposición tenía muy pocas opciones para competir; donde el partido hegemónico (en este caso, el fujimorismo) se asentaba en un importante respaldo popular, que le permitía “exponerse” y legitimarse mediante los resultados electorales. La fórmula ‘triunfo electoral-cierre del Congreso-nueva Constitución-consolidación de una nueva forma de régimen’ inició con Fujimori, pero fue seguida, con sus singularidades, por Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, a pesar de sus notables diferencias ideológicas.
El Perú empezó antes y terminó antes, también. El fujimorismo de la década de los 90 enfrentó el dilema de institucionalizarse, democratizarse y permitir la alternancia, pero optó por jugarse el todo por la reelección en el 2000, violando la propia Constitución de 1993 y descabezando el Tribunal Constitucional. Si bien logró la reelección, quedó tan deslegitimado en el proceso que Fujimori terminó renunciando y huyendo del país ese mismo año. En el 2019, Evo Morales también optó por ignorar la propia Constitución del 2009, el referéndum del 2016 y tentar una nueva reelección, que generó una crisis que ya no pudo controlar, y que desencadenó el golpe del año pasado. En otros contextos, el PRI mexicano bloqueó la alternancia hasta 1988, pero tuvo que terminar aceptándola en el 2000. Rafael Correa también apostó por un sucesor en el 2017, y se dio la alternancia con Lenin Moreno. Vistas las cosas desde esta perspectiva, mucho le hubiera Morales evitado a Bolivia si desde el 2016 promovía la candidatura del electo Luis Arce.
¿Qué pasa en una democracia después de un partido hegemónico? En nuestro país, el fujimorismo parecía desaparecer en el 2001, pero luego se reconstituyó en el 2006, y llegó hasta la segunda vuelta en el 2011 y el 2016, incluso logrando en este último año la mayoría absoluta del Congreso. Los años en el poder dejan huella. El PRI volvió al poder en el 2012 con Enrique Peña Nieto. No debería sorprendernos tanto el reciente triunfo del MAS, así como la posibilidad de un candidato asociado a Correa en las elecciones de febrero próximo. Manteniendo las distancias, el peronismo también volvió al poder en el 2019, y ello fue facilitado porque Cristina Fernández entendió que su figura era polarizante y promovió la candidatura de Alberto Fernández. El gran desafío de estas “vueltas” es asumir que se trata de un nuevo contexto, que resulta necesario abandonar lógicas autoritarias y confrontacionales; de lo que se trata es de mantener y consolidar los logros en inclusión y políticas sociales, pero trabajar también en la construcción institucional democrática. Las declaraciones iniciales de Arce en Bolivia marcan una pauta que permite abrigar el optimismo.