[Ilustración: Giovanni Tazza]
[Ilustración: Giovanni Tazza]
Javier Díaz-Albertini

Hace más de dos décadas realicé el primer estudio del impacto social de Internet en el Perú. Solo había una empresa servidora en el país, mil nodos y 20.000 usuarios finales. Internet tenía entonces mayor impacto en la esfera institucional, ya que solo llegaba a 500 hogares. Por esta razón, era importante indagar cómo las instituciones estaban usándolo. Para ello realizamos grupos focales con los principales usuarios institucionales que eran algunos colegios privados, el Estado, las ONG y algunas empresas. Al finalizar la dinámica con los funcionarios estatales, les entregamos a cada uno una botella de whisky como agradecimiento por su participación. Poco a poco se fueron todos menos uno: era el funcionario de la Sunat. Se acercó y me devolvió la botella, que no podía aceptar por política institucional. Respondí que entendía las razones e intenciones, pero que me parecía exagerado porque era costumbre obsequiar algo en este tipo de indagación. Él me dijo que lo sentía, pero siempre había la posibilidad que –en alguna oportunidad– tuviera que examinar mi caso.

Se me quedó grabado este incidente porque era algo tan ajeno y contrario al acostumbrado patrimonialismo de nuestras autoridades y funcionarios públicos. En términos generales, patrimonialismo es cuando se privatiza la función pública y sus recursos. Es decir, cuando se dispone de lo público como si fuera personal, sea para beneficio propio, de familiares, amigos, correligionarios o de su agrupación política. Es un fenómeno extendido desde la cabeza hasta el trabajador de menor jerarquía. Se apropia el alcalde, al igual que el portero de la municipalidad.

El funcionario me estaba recordando que no hay un uso “inocente” cuando uno se apropia de lo ajeno. Si por ocupar un cargo se le otorga un auto con chofer, no debe usarse para encargos personales. El celular que pagamos con nuestros tributos no debe utilizarse para tuitear y textear a amigos o amantes. Los empleados bajo mi cargo no son mis mandaderos. El trago que sobra después del brindis de honor no debe terminar en mi bar. Público y privado, agua y aceite, no se mezclan.

Peor es cuando se genera una cadena de favores que –tarde o temprano– tendrás que pagar. Por ello resulta inapropiado usar una posición de poder para agilizar procesos, no importa que ya estén resueltos y sea solo cuestión de trámites. Quien hace el favor, con seguridad, cobrará. Así son las reglas de la reciprocidad. Además, es una interferencia a un acto que debe ser autónomo, sin presión externa.

Todo esto se llama comportamiento ético. En los últimos meses nos fijamos solo en el delito. Lo ético parece accesorio. “No es delito, solo es una falta ética”. ¿Cómo? ¿Desde cuándo se ha devaluado lo correcto? Pues, desde que la sociedad civil se ha descuidado y ha perdido de vista que nuestro poder no es solo salir a las calles, sino también utilizar nuestras organizaciones para sancionar al corrupto y al incorrecto.

Menciono esto porque ha llegado a mi conocimiento una carta que está circulando exigiendo que el Colegio de Abogados de Lima aplique las máximas sanciones a jueces, fiscales y abogados que han utilizado su posición para depredar al sistema judicial. La misiva es clara: no es necesario basarse en una sentencia, el comportamiento va en contra del Código de Ética del gremio y se deben aplicar las sanciones prevista con imparcialidad y celeridad.

Los argumentos son prístinos. Sin embargo, al momento de circular la carta no son pocos los abogados y abogadas que han guardado silencio. Yo especulo que esta aparente indiferencia no obedece a la poca contundencia de los argumentos. Sino, más bien, porque la cadena de favores ya ha generado un entramado tan espeso que toca directa o indirectamente a un sector importante del gremio. Espero que esté equivocado, porque si sacrificamos la ética, la sociedad civil y sus organizaciones se encontrarán huérfanas de su autoridad moral, es decir, de uno de sus principales poderes.