(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Roberto Abusada Salah

Hace poco más de un año, cualquier observador imparcial seguramente hubiera augurado un futuro brillante en la escena económica peruana. Es cierto que el resultado electoral presentaba retos políticos importantes al haber concentrado la fuerza congresal en el partido que perdió la presidencia por unos pocos votos, y al tener un presidente que llegó al cargo gracias a una sucesión de eventos fortuitos. Pero también es cierto que los planes económicos de la mayoría opositora y los del presidente coincidían en su enfoque general, y en las acciones de políticas públicas que el país requería con urgencia para recuperar el ritmo de crecimiento espectacular de la década que terminó dos años antes de las elecciones.

Sin embargo, la realidad se ha revelado totalmente distinta. La afinidad que sobre el manejo de la economía comparten el Ejecutivo y el Congreso no ha producido la puesta en marcha de las reformas esenciales para relanzar el crecimiento y dar a los habitantes del Perú el progreso material que muchos creemos está a su alcance.

No solo eso, los desastres naturales golpearon duramente la economía, mientras que las revelaciones de corrupción de las empresas brasileñas desnudaron nuestra debilidad institucional. Peor aún, un presidente carente de un partido propiamente dicho e imposibilitado legalmente de reelegirse no ha podido ofrecerle al país todo su capital político en aras de poner en marcha una revolución social y económica.

Mientras tanto, una abrumadora mayoría opositora se ha negado a aceptar el más mínimo costo político que implica la adopción de una actitud concertadora, y ha dejado que los instintos populistas de muchos de sus integrantes prosperen. Esto último ha puesto en peligro los propios logros que el movimiento político que representan ayudó a forjar en la década de 1990.

Debemos alegrarnos de que las cifras económicas empiezan a mejorar. Un crecimiento de 4% en el 2018 es casi seguro. De ser así, habremos completado el quinquenio 2014-2018 con un crecimiento anual promedio de 3,3%. Desafortunadamente, ese crecimiento no nos sirve. El Perú podría crecer 7% anual por muchos años si nuestras dañadas instituciones y la acrimonia política no lo impidiesen.

La medición del potencial de crecimiento se ha desplomado desde más de 6% hace pocos años al actual 3,5%. Abundan las explicaciones parciales para este desastre, pero ningún argumento es tan convincente y verdadero como aquel que postula que el principal lastre proviene de la esfera política. Tenemos un país trabado por la pugna patente entre todos los poderes del Estado. También una maraña burocrática y administrativa a la que la muy buena reforma regulatoria que promulgó el Ejecutivo bajo facultades delegadas por el Congreso no le ha hecho ni un rasguño, porque la política lo impide.

El fracaso en la implementación de la reforma regulatoria y, en su momento, en la aplicación de leyes de desarrollo constitucional para poner en marcha una verdadera regionalización son síntomas del caos político y falta de liderazgo que aquejan a la república. Un liderazgo que los más altos funcionarios se excusan de ejercer aludiendo a una frase patética que ya se escucha por doquier: “la tiranía de los mandos medios”. Es decir, los principales líderes estatales, que con la ley en la mano deberían enderezar lo que está torcido, recurren a la queja de que ‘no les hacen caso’, y los mandos medios replican que no obedecen porque si cumplen con su deber nadie los defenderá y estarán a merced de cualquier frívola acusación.

Nuestra clase política está jugando con fuego. Las mejores cifras económicas que se empiecen pronto a publicar serán vistas con recelo y rencor por los ciudadanos que no accedan a la mejor calidad de vida que da el empleo digno. Se trata de un empleo que no viene ni vendrá mientras no se cambie la interpretación absurda que el Tribunal Constitucional viene dando desde el 2001 al precepto de “protección adecuada contra el despido arbitrario” que consiste en la reposición del trabajador a su puesto de trabajo. Esas mejores cifras serán también vistas como una cruel burla por los 300 mil jóvenes en edad de trabajar que engrosen el próximo año las filas del subempleo.

Es momento de que todos tomemos conciencia de un hecho simple y patente: si teniendo los fundamentos económicos para generar progreso no lo hacemos, si nuestras fuerzas políticas no se involucran de lleno en el ejercicio patriótico de concertar, entonces lo único que se conseguirá es alentar el sentimiento antisistema que se volcará contra ellas mismas para encaminarnos a la ruina como la que hoy padece la nación venezolana.