En enero del 2007, cientos de personas a favor de la pena de muerte para violadores de niños reciben el apoyo del entonces presidente Alan García, quien los recibió en Palacio de Gobierno. (Foto: Archivo El Comercio / Juan Ponce)
En enero del 2007, cientos de personas a favor de la pena de muerte para violadores de niños reciben el apoyo del entonces presidente Alan García, quien los recibió en Palacio de Gobierno. (Foto: Archivo El Comercio / Juan Ponce)
Diego Macera

¿Quién sería el candidato presidencial ideal en el Perú? ¿Qué posiciones sobre los asuntos básicos o controversiales tendría para garantizar su éxito electoral? Ante el colapso de los partidos, en el Perú se vota menos por una visión de país compartida entre ciudadano y candidato, y más por la trayectoria personal y las percepciones sobre el postulante, pero eso no impide hacer un recuento de algunas posiciones políticas populares.

En asuntos económicos, el futuro candidato haría bien en anunciar un alza significativa del salario mínimo. El último aumento del presidente Kuczynski a S/930 mensuales tuvo una aprobación de 72%, según Ipsos Perú. La misma encuestadora encontró un año antes que poco más de la mitad de la población prefería que los servicios e infraestructura pública (carreteras, telecomunicaciones, aeropuertos, hidroeléctricas, refinerías de petróleo, electricidad, agua y desagüe) fueran administrados directamente por empresas estatales antes que dados en concesión a una empresa privada regulada.

En asuntos sociales y políticos, nuestro postulante debería estar a favor de la pena de muerte (87% de popularidad a nivel nacional; 97% en el centro del país); a favor de reducir los salarios para los servidores públicos (84% desaprobó el aumento dado durante la administración del presidente Humala); y, dentro de lo posible, flirtear con alguna venilla autoritaria –después de todo, según Latinobarómetro, solo el 16% de la población dice estar satisfecho con la democracia, lo que convierte al Perú en el país con el tercer porcentaje más bajo de los 18 evaluados en la región–.

El test de Nolan, al que nuestro ya popular candidato también acudiría en busca de guía, es consistente con estos resultados. El test separa a la población en cinco categorías en base a sus opiniones: liberales, progresistas (izquierda), conservadores (derecha), de centro, o autoritarios. Según Datum, el 44% de peruanos se ubica en esta última categoría, la más numerosa. Entre los autoritarios, por ejemplo, solo el 16% está en desacuerdo con la censura de la libertad de expresión.

Si en la mayoría de países la consulta directa a la población sobre ciertos temas específicos puede ser una mala idea por obvios motivos, en el Perú –con altos índices de desconfianza, malestar, desconocimiento, o llano desinterés– puede ser pésima. Esa es, por ejemplo, la ola que corre hoy el presidente con la propuesta para prohibir la reelección de congresistas vía , pero más allá de ello vale la pena pensar en el tipo de país –los arreglos económicos, sociales y políticos– que las urnas dictarían si tuvieran carta libre para ello.

De alguna manera, de hecho, la tienen. ¿No se trata precisamente de eso la democracia? Algunas instituciones ponen ciertos límites a lo que se pueda decidir desde cada elección general (la Constitución, los pactos internacionales, la responsabilidad de organizaciones como el MEF o el BCRP), pero el dique –que algunos dan por seguro– puede no ser tan potente como la tentación populista del caudillo de turno. En varios campos, el Perú “formal” flota a una frecuencia distinta del resto, y eso es, tarde o temprano, insostenible. Pero pocos se lo han tomado en serio.

Si uno quisiera, la discusión es en realidad aun más difícil. ¿Cómo así hemos llegado a esta situación, que no es de hoy ni de ayer? ¿Qué instituciones o acuerdos se deberían mantener vigentes aun a costa del sentimiento de la mayoría? ¿Qué balance hemos encontrado entre la legitimidad de las urnas, por un lado, y el miedo a la tiranía de la mayoría de James Madison, por el otro? Estas son preguntas complicadas. Visto así, el Perú parece un país armado con los tornillos sueltos, esperando inocente y pacientemente por una persona cargando un destornillador.