Pensar que me casé contigo, por Renato Cisneros
Pensar que me casé contigo, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

La viudez le llegó a mi madre hace dos décadas, cuando acababa de cumplir 45 años. Recuerdo que persistió en el luto bastante más tiempo del habitual, a pesar de que sus hermanas y amigas le insistieron por meses en que no necesitaba ponerse más vestidos negros para probar su tristeza; incluso le decían que era muy joven para acostumbrarse a la ausencia de pareja, siendo ella además tan vital y cariñosa.

Abocada a mantener la casa y sacar adelante a sus tres hijos, la vida sentimental de mi madre quedó relegada a un cuarto o quinto plano. Muchas veces me he preguntado ¿por qué no volvió a casarse? Pretendientes no le faltaron. Allí estaba, por ejemplo, ese ex novio de la adolescencia que reapareció un buen día y empezó a visitarla, asegurándole que estaba «a punto» de divorciarse. No me olvido de la noche en que me lo presentó: yo volvía a la casa después de jugar fútbol y al cruzar la sala los vi conversando y riendo sobre un sofá. Saludé al invitado de mala gana, me encerré en mi habitación y subí el volumen de la radio: era la forma más primitiva que encontré de mostrarle a ese señor que estaba en territorio hostil. Sin embargo, no serían mis represalias domésticas las que acabaron alejándolo de mi madre, sino sus propios deméritos y vacilaciones.

También llegó a buscarla un viejo amigo de la infancia, un tipo alto que presumía de ser un veterano piloto de autos. El problema era que tenía mi mismo nombre y eso me bastó para desaprobarlo enseguida la mañana en que mi mamá me preguntó «qué te parece». Si se casaban y terminábamos viviendo juntos, no quiero pensar a qué tipo de apodos hubiese recurrido ella para distinguirnos. Cuando las llantas de su Malibú comenzaron a aparecer pinchadas con preocupante frecuencia, el piloto emprendió la retirada. “Nunca encontraré un hombre como tu padre”, decía ella, con una mezcla de orgullo por el marido que había tenido y resignación ante la baja calidad de los aspirantes a sustituirlo.

Mejor me cayó el barbudo español que la rondó una época. Era un empresario elegante y culto, pero viajaba mucho y no parecía dispuesto a renunciar a su sofisticado estilo de vida para radicar en Lima. Le llegó a proponer a mi madre irse con él a Madrid (la ciudad donde paradójicamente ahora vivo), pero ella ni siquiera lo consideró. Además aún soñaba con mi padre —aún sueña— y esos sueños la sugestionaban al punto que desechaba de plano cualquier ofrecimiento que pudiera hacerla sentir “infiel” a su esposo muerto.

Lo que quiero decir con todo esto que me sorprende y conmueve es que, como muchas otras madres, la mía haya supeditado su felicidad a la de sus hijos. Solo así entiendo que haya descartado la compañía de otro hombre con el cual acompañarse. Hace casi dos meses, el día de mi matrimonio, cuando entré a la iglesia de su brazo y empezamos a caminar por el sendero rojo, la sentí temblar y la descubrí llorando. Me di cuenta de que ningún hombre la había llevado nunca a un altar, y sentí un placer egoísta y acaso edípico en ser el primero.

Tampoco creo que sea casual, aunque sí inconsciente, que me haya casado con una mujer extraordinaria que en muchos momentos del día me recuerda a ella. Ahora, por ejemplo, cuando es casi medianoche y desde el dormitorio me pide que me abrigue, que no me desvele, que no me olvide de apagar la luz.

Esta columna fue publicada el 07/05/2016 en la revista Somos.