Pensar rápido, por Richard Webb
Pensar rápido, por Richard Webb
Richard Webb

Los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky revelaron los dos modos de pensar que tiene el ser humano, el “pensar rápido” y el “pensar lento”. El pensar rápido es intuitivo, un piloto automático como el que dirige el inspirado ballet de Leonel Messi frente al arco o que permite que cualquier persona pueda caminar por una vereda concurrida casi sin poner atención y sin chocar con otro peatón. El pensar lento es la reflexión deliberada, como cuando decidimos la mejor fecha para una vacación. Ambas formas de pensar son esenciales en la vida de un individuo. Y también en la vida de una sociedad. 

En el caso del ser humano, pensar rápido es una capacidad que está cableada biológicamente, pero en una sociedad la capacidad es decidida y construida colectivamente. Estos “cables” son la normatividad. Al final, la función es la misma: las normas vienen a ser el mecanismo de pensar rápido de una sociedad. Cuando no se cuenta con esa capacidad, el resultado es una parálisis. Ni la persona ni la colectividad pueden funcionar sin una importante capacidad para pensar rápido. 

Imaginemos, por ejemplo, dos carros que llegan a un cruce de calles. ¿Cómo decidir cuál debe pasar primero? ¿Analizar las prioridades de vida, derechos constitucionales y trascendencia para la sociedad de cada uno? O poner un semáforo y el que llega tarde, pues piña. Pisarse los talones es inherente a vivir en una colectividad y lo ideal es siempre lograr la solución más justa para cada uno de esos encuentros. Las reglas generales implican decidir ciegamente hasta cierto punto, pero dirimir en función de las particularidades de cada caso significaría condenar a todos a una menor efectividad, si no a la parálisis. La sociedad que no es capaz de encontrar un punto medio entre el pensar rápido de las normas generales y el pensar lento de la discreción no logra ni justicia ni efectividad. 

Hay diversos obstáculos para lograr un mejor balance entre la discreción y la eficiencia general. La eficiencia no tiene electorado. La eficiencia produce una mejora para todos, pero pequeña y gradual. Es una opción que no compite contra los beneficios directos de normas especiales para favorecer a ciertos ciudadanos. Y goza no solo de la aprobación del beneficiado directo sino del ejército de profesionales y funcionarios cuya labor será diseñar y administrar la norma especifica. Con el aplauso general se multiplican entonces las normas específicas y discrecionales. 

El Perú ha pasado sin duda el punto óptimo en el balance entre la discrecionalidad y las normas generales y la marea normativa hasta parece tomar velocidad. El país parece estar paralizado ante el creciente exceso normativo, cuyo efecto evidente es incapacitar al gobierno y reducir la verdadera normatividad. Es un fenómeno que por años ha sido reconocido y criticado continuamente en los ámbitos de la economía y de la justicia, pero hoy nos encontramos cara a cara ante su efecto paralizante también en el ámbito electoral. Con el pretexto de un gobierno más humano, que es el argumento para cada avance de la ola normativa, terminamos empobreciéndonos económicamente y moralmente. La discrecionalidad, al final, favorece al fuerte y entorpece a todos. Como país, estamos optando por paralizar nuestra capacidad para pensar rápido.   
Quizá los acontecimientos, o más bien los “no-sucesos” electorales, puedan servir para un abrir de los ojos.