Pequeños apuntes olímpicos, por Renato Cisneros
Pequeños apuntes olímpicos, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Me había fijado el objetivo de dedicar los días de agosto a disfrutar de los juegos olímpicos. Sin embargo, no me resulta sencillo seguirle el ritmo a las competencias de Brasil con la voracidad recreativa de otros años: las distracciones simultáneas están creando demasiada interferencia. Entre la antesala de la marcha #NiUnaMenos; los efectos de la caza indiscriminada de Pikachús desatada en Lima; la adrenalina que despiertan los episodios de Stranger Things (¿cómo han hecho los hermanos Duffer para homenajear la filmografía de toda una década en una sola temporada?); y el pimpón interpretativo que suscita cada declaración de PPK, uno tiene la impresión de estar en demasiadas tribunas y ninguna cancha al mismo tiempo.

Aun así, es imposible no rendirse ante ciertos sucesos olímpicos, o mejor dicho, ante ciertos protagonistas, porque los JJOO, más que el marco de las grandes contiendas, son el trampolín de los héroes inolvidables. A diferencia de otros certámenes, aquí las banderas pasan a un segundo lugar –salvo en la inauguración– y son los individuos los que acaban imponiéndose. Por eso es normal que, al cabo de un tiempo, salvo pocos memoriosos, nadie recuerde las cifras alcanzadas por tal o cual delegación, mucho menos la ubicación de los países en el medallero final; lo que la memoria conserva son las caras y señas de los deportistas que pasaron la barrera de la excelencia y se volvieron míticos. Nombres como Jesse Owens, Sergei Bubka, Nadia Comaneci, Johnny Weissmuller, Emil Zatopek, Edwin Moses, Michael Phelps o Usain Bolt no denominan a sujetos únicamente, sino que traen consigo un cúmulo de escenas memorables, estilos propios, marcas imbatibles, celebraciones singulares; o sea, el condimento de toda leyenda.

Lo valioso de los JJOO es que, al no haber ese fanatismo emperrado que hay en los mundiales de fútbol, el símbolo del triunfo no es solo la medalla sino el espíritu con que se lucha por ella. Así, es posible que se consagren como ídolos quienes hacen el máximo esfuerzo físico y estético, pero también quienes protagonizan hechos extradeportivos conmovedores. Pienso en la nadadora refugiada Yusra Mardini, quien no ha ganado preseas en Río pero ha hecho noticia por su background: escapó de la guerra civil en Siria y sobrevivió al naufragio que sufrió la embarcación en la que, junto a otras personas, pretendía alcanzar las costas griegas.

Pero también son figuras olímpicas esos personajes cuya pasión, esmero, fair play o simple entusiasmo compensan su flojo rendimiento ante rivales de más fuste. A esa familia de atletas secundarios siempre la he visto como una proyección del ‘Chasqui’, un compañero del colegio que durante nuestro último año de secundaria vivió una pesadilla deportiva. Tras el anuncio de las Primeras Olimpiadas Escolares, el ‘Chasqui’ se matriculó en cuanta disciplina pudo, a pesar de que sufría de asma, sinusitis y pie plano. Después de pasar tres días enteros lanzando discos, jabalinas y martillos, y ejecutando saltos altos, largos y triples, se metió a correr la maratón.

No sé a quién quería impresionar, lo cierto es que a los 10 minutos, presa de ahogos y calambres, se orilló en el camino, pero en vez de abandonar la carrera como el sentido común exigía, continuó de puro terco. De nada le sirvió hacerse el fondista, pues fue el último en cruzar la meta, muy lejos del pelotón de competidores. A cambio, recibió la mayor lluvia de pifias burlonas registrada en los anales del colegio.

Aún puedo ver al ‘Chasqui’ como si fuera ayer: rojo de cólera y vergüenza, sudando como un marrano, y estrellando contra la pared el trofeo en miniatura que le dieron de consuelo, en cuya base podía leerse esa frase que es casi un lema de resignación: “lo importante no es ganar, sino competir”.

Esta columna fue publicada el 13 de agosto del 2016 en la revista Somos.