El perdedor carismático, por Renato Cisneros
El perdedor carismático, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Las chicas quieren quedarse con él porque él nunca se queda con las chicas. Su tendencia al fracaso lo hace aún más adorable. A pesar de su aspecto físico digamos saludable, a la hora de lograrse con las mujeres el actor canadiense arrastra un déficit notorio. Al menos en las películas.

En Drive (2011), después de rescatar emocionalmente a Carey Hannah Mulligan y ganarse su confianza, ella se aleja una vez que se pone de manifiesto toda la violencia que lo rodea. En Blue Valentine (2010), la relación con Michelle Williams, desde el principio apasionada pero tensa, se desgasta con los meses y acaba yéndose al cuerno. En el taquillazo The Notebook (2004), Rachel McAdams parece amarlo ciegamente pero a la hora de la hora se marcha del pueblo y lo deja roto, vacío, hecho polvo; y aunque luego se nos da a entender que se reencuentran al cabo de unos años y hasta envejecen juntos, la sensación general del espectador es de ruptura y distanciamiento.  En All Good Things (2010), Kirsten Dunst simplemente desaparece de su vida sin dejar huellas, rastros, pelos ni señales. Y ni hablar de Lars and the Real Girl (2007) –una de sus mejores películas, por cierto–, donde él es un chico medio autista que, harto de las presiones sociales y de su propia desadaptación, encarga una muñeca inflable por Internet, la bautiza como Bianca, le inventa una biografía y la presenta al pueblo como su novia.

No es exagerado decir, entonces, que al menos un cierto porcentaje de la brillante carrera de Ryan Gosling se ha sedimentado sobre esa imagen: la del tipo duro, hosco, hierático, pero al mismo tiempo voluble o desamparado, que no finiquita bien sus relaciones; un galán raro, melvilleano, que reacciona con torpeza y frialdad, que conquista, pero no del todo. La apuesta parece arriesgada pero le ha rendido frutos: varios premios, decenas de nominaciones, acogida popular.

Mi teoría es que Gosling ha aceptado padecer tan mala suerte en la ficción como una manera de compensar su aparente éxito sentimental en la realidad: lleva cinco años casado con la estupenda y turbadora Eva Mendes, a la que conoció rodando The Place Beyond The Pines (2012), donde, por cierto, tampoco le va bien: es un ladrón de bancos que resulta abaleado a los 40 minutos, dejando viuda y un huérfano.

Gosling está tan enamorado de su esposa que cuando la revista Hola! le preguntó en 2013 cuál es la cualidad que más valora en una mujer, él contestó con convicción “Que sea Eva Mendes”.

Eso en la vida real. En la pantalla grande parecía que la ¿guapa?, ¿linda?, ¿sexy? Emma Stone era la única capaz de romper el falso maleficio amoroso de Ryan. En las primeras dos películas que compartieron, el guion los trata muy bien: acaban juntos en el pastelazo Crazy Stupid Love (2011) y, con un poco de sobresaltos, juntos también en el drama policial Gangster Squad (2013). Pero tal vez era demasiada empatía. Por eso en la recién estrenada La La Land (2016), la química sigue, pero el historial se tuerce. Sin ánimo de spoilear, solo diré que el drama exigía ese corte y el espectador lo agradece.

En la cinta –un excepcional musical que homenajea al cine clásico, que viene de llevarse siete Globos de Oro y promete quedarse con no pocos Óscar el 26 de febrero– Ryan es un artista frustrado, un soñador quizá algo dañado, que canta, baila, toca el piano maravillosamente (sin recurrir al doble) y, claro, se enamora. Eso sí, todo lo hace vestido. Las ‘Gosling lovers’ seguramente lamentarán que esta vez no muestre pectorales ni abdominales. O quizá no. Después de todo esa es la premisa de esta columna: uno no conecta con Gosling por cómo luce, sino porque transmite una calidez infrecuente en Hollywood. Un aura amigable y solitaria que, en estos tiempos, se extraña, se aplaude, se agradece.

Esta columna fue publicada el 21 de enero del 2017 en la revista Somos.