(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Pedro Ortiz Bisso

El 24 de octubre del 2018, minutos después de que se anunciara la muerte de Javier Pérez de Cuéllar en las redes sociales, los ojos de la redacción estaban puestos sobre la sección Política. El Comercio no podía estar ajeno a la que no solo era la noticia del día, sino una de las más importantes de ese trajinado año.

Mientras pensábamos cómo enfrentar la cobertura (se imponía elaborar un perfil, recordar su asunción a la Secretaría General de la ONU, su candidatura presidencial, su participación política tras el regreso a la democracia, buscar fotografías en el archivo, grabar un video, entre otros etcéteras), el equipo de Política trabajaba intensamente con el objetivo de confirmar la noticia.

Los pésames se multiplicaron en Twitter durante esos minutos eternos en que quienes estábamos en la redacción veíamos cómo medios importantes empezaban a hablar en tono fúnebre mientras El Comercio se mantenía en silencio. Carmen Mendoza, editora de Política, puso fin a la ansiedad: la noticia era falsa.

Algunos maledicentes sostienen que las nuevas tecnologías han arruinado al periodismo. No lo creo. El mal periodismo no distingue una vieja Underwood de un celular de última generación.

Lo que ha pasado es mucho más simple y doloroso: algunos periodistas se han olvidado de hacer su trabajo. Embriagados por las modernas herramientas a mano, han preferido dejarse llevar por la ola del inmediatismo, de esa carrera tonta que creemos ganará quien alza más la voz o usa el adjetivo más contundente. Es el reino de la sentencia antes de la confirmación, de la frase pretendidamente genial así no tenga un milímetro de contenido.

Periodismo es confirmar antes de publicar. Es tener presente que esto que algunos llaman una profesión y García Márquez consideraba un oficio es, antes que nada, una forma de servir a la sociedad.

El 1 de junio del 2009, un avión de Air France que había partido desde Río de Janeiro rumbo a París, cayó al Océano Atlántico. Sus 228 ocupantes, incluidos 12 tripulantes, murieron. Días después, un distinguido piloto de una aerolínea nacional llamó a la redacción del Diario para ofrecer imágenes de la tragedia.

“Se han difundido en Europa y me las ha enviado mi hermana. Parece que alguien ha encontrado la memoria de una cámara fotográfica de uno de los viajeros. Se las quiero entregar a ustedes porque son un medio serio y podrán difundirlas adecuadamente”, dijo –palabras más, palabras menos– el distinguido piloto.

Las fotos eran impactantes. Mostraban el instante en que la nave se partía y los pasajeros salían despedidos al vacío. Cualquier medio del mundo habría deseado tenerlas en su poder para publicarlas.

El único problema es que no eran reales. Pertenecían a la serie “Lost”, como lo comprobó uno de nuestros redactores.

Cuando llamamos al distinguido piloto para hacerle ver que había sido víctima de un bulo, este no encontró palabras para disculparse. Rápidamente cortó la comunicación.

(Dicho sea de paso, las imágenes fueron difundidas como una exclusiva mundial por el noticiero de un canal de televisión boliviano).
Lo verosímil no necesariamente es real. Aquello que responde a nuestra manera de ver las cosas, que se acomoda a lo que nos gusta, no es inevitablemente cierto.

La crisis de credibilidad que padece el periodismo es consecuencia de no haber enfrentado la maleza informativa que a todos nos agobia con las armas de la verdad.

¿Cómo podemos recuperar la confianza de la gente?

Los nuevos formatos, las asombrosas alternativas que brinda la tecnología moderna, sirven para llegar de una manera más directa, rápida, atractiva, vivencial, a un usuario que ha cambiado su forma de relacionarse con los medios. Pero la esencia sigue siendo la misma: el contenido. Y este tiene que ser de calidad. Solo el periodismo salvará al periodismo. Por ahí está la salida.