"Se dice, con frecuencia, que el tiempo elimina cualquier falsedad, pero para muchos peruanos la verdad [...] permanece como una incógnita":(Ilustración: Giovanni Tazza)
"Se dice, con frecuencia, que el tiempo elimina cualquier falsedad, pero para muchos peruanos la verdad [...] permanece como una incógnita":(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

Han pasado exactamente 35 años, pero las lágrimas de sus familiares, colegas y aquellos que los conocieron nunca se secarán del todo porque sus rostros permanecen iguales en sus memorias, representados por miles de recortes viejos, de imágenes borrosas, carcomidas por el tiempo, salpicadas por mensajes de indignación sin consuelo. Hoy como ayer, las ceremonias se repetirán para intentar curar esa herida que no cicatriza, ese dolor que no cesa, esa justicia que jamás llegó y que, posiblemente, nunca llegará.

Fueron protagonistas de uno de esos aniversarios que desearíamos no existieran en el calendario porque constituye el más dramático episodio vivido por el periodismo nacional, retrotrayéndonos, además, a los primeros años de la barbarie que asolaría luego por completo el país y costaría la vida de alrededor de 70 mil peruanos.
Este viernes 26 de enero se conmemora uno de los hechos recientes más funestos que permitió a una parte del país descubrir que existía otro país ajeno y a la vez tan nuestro, distinto a los estereotipos de modernidad que imperaban en los años 80 y que muchos, incluso, todavía admiten como ciertos.

En esa fecha en 1983, los periodistas Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez, Félix Gavilán, Willy Retto, Jorge Luis Mendívil, Jorge Sedano, Amador García y Octavio Infante fueron asesinados con palos, machetes, piedras y hondazos con un nivel de salvajismo pocas veces visto en los anales patrios tan plagados de atrocidades. El guía e intérprete Juan Argumedo fue capturado cuando regresaba a su fundo y, al igual que el comunero Severino Morales Ccente, muerto por oponerse a los espeluznantes crímenes.

Habían partido de Ayacucho para investigar el asesinato de un grupo de presuntos senderistas a manos de militares en la localidad de Huaychao, provincia de Huanta. Sin embargo, nunca llegarían a ese lugar y sus cuerpos serían hallados, días después, sepultados en una fosa común en un capítulo conocido como la masacre de Uchuraccay.
De inmediato, un sector de la prensa culpó a las Fuerzas Armadas, lo que obligó a que el presidente Fernando Belaunde Terry formase una comisión investigadora, encabezada por el escritor Mario Vargas Llosa, que no sindicó a un culpable concreto sino a la sociedad entera, aunque apuntó a Sendero Luminoso como el primer responsable.

Quienes nunca conocieron a un periodista porque rara vez recalaba uno por ese abandonado paraje creyeron ver en los forasteros a senderistas y cumplir con la escalofriante máxima dada por las autoridades: los enemigos llegan por tierra y los amigos por aire. Poco antes, Belaunde había felicitado a una comunidad vecina por tomar la justicia con sus propias manos y consideraron que, al actuar de ese mismo modo, estaban, paradójicamente, haciendo un bien.

Sin embargo, esa versión contradecía aquella sostenida por el entonces jefe político-militar, general Clemente Noel Moral, quien rechazaba la hipótesis de la confusión y aseguraba que los periodistas –seguros de que se trataba de una ‘zona roja’– llegaron portando una bandera de ese color y lanzaron arengas terroristas ante la convicción de que serían bienvenidos de esta manera. Según él, los pobladores pensaron que sus cámaras fotográficas eran armas y procedieron a atacarlos.

Desde el inicio de la ofensiva terrorista, Uchuraccay había sido escenario de sucesivas incursiones subversivas. Solo para tener una idea del drama que vivía, 135 de sus 470 habitantes fueron victimados en aquella época.

El asesinato de los periodistas provocó un escándalo internacional. Después de muchas idas y vueltas, se identificó a 18 involucrados en el crimen, muchos de los cuales solo hablaban quechua y se los trasladó a Lima para someterlos a un juicio que requirió de traductores porque los magistrados eran solo hispanohablantes. Los acusados permanecieron gran parte del proceso en silencio, apenas dejaron en claro su negativa a colaborar.

Recién en marzo de 1987, un tribunal condenó a Dionisio Morales Pérez, Simeón Aucatoma Quispe y Mariano Ccasani González a 10, 8 y 6 años de prisión, y estableció como atenuantes su condición “semicivilizada” (sic) y la instigación de las fuerzas del orden. Un pedido para enjuiciar a Belaunde y Noel como autores intelectuales fue rechazado, pero se aceptó acusar al jefe militar, un oficial de la Marina y seis policías contra los deberes de función en un proceso cuya demora permitió la prescripción.

Este sonado caso abriría un intenso debate en los medios y círculos académicos acerca de la historia de la conquista española, la multiculturalidad y la falta de integración del país. Resulta paradójico que, a pesar de los años transcurridos, dicha polémica parece no finalizar del todo.

Se dice, con frecuencia, que el tiempo elimina cualquier falsedad, pero para muchos peruanos la verdad sobre las auténticas razones de aquella locura colectiva en esa zona andina permanece como una incógnita y ha suscitado diversas teorías sobre qué ocurrió con certeza y quiénes fueron los verdaderos culpables.

Ahora las fotografías de aquella época lucen borrosas, amarillentas, tan lejanas en este país y el mundo del siglo XXI, invadidos por las redes sociales, teléfonos inteligentes y personas que se conciben periodistas porque escriben una sesuda columna de opinión, aparecen en la tele, mandan un tuit sarcástico o comparten un post con frases extraídas de Google, sin moverse de sus asientos.

Hoy, cuando se habla por enésima vez de la crisis de los medios y el fin del periodismo ante la proliferación de las noticias falsas, medias verdades, tergiversaciones, reconciliaciones que apelan al olvido sin expiar culpas, resulta necesario hacer un doloroso ejercicio de memoria para saber que no todo siempre fue de este modo. Que existieron hombres como estos ocho periodistas que salían a buscar la verdad, incluso a costa de sus propias vidas.

Recordar también que existen Uchuraccay y otros pueblos, donde pocas cosas han cambiado desde entonces, que siguen aguardando con esperanza que la tragedia que los puso en el mapa no se repita. Que los invoquen porque forman parte de un país que los acoge y reconoce como ciudadanos plenos sin mezquindades, olvidos y con una justicia y un desarrollo que sea igual para todos.