Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza
Luis Millones

Mi primera visión de los  era su caminar sin rumbo aparente por las calles que rodeaban el lugar donde vivía: la calle Sandia, tercera cuadra, en el Centro de Lima. Tardé bastante tiempo en visualizarlos como animales domésticos, ya que en mi hogar no había espacio para mascotas.

¿Pero un perro en las puertas del infierno? Si alguna vez llegó tal idea a mis oídos cuando niño, debió parecer absurda. El infierno, en la imaginación del barrio de mi infancia, era un lugar común que no merecía reflexión ni comentario. Era más o menos la caricatura de la doctrina católica que difícilmente llegaba a los jóvenes que crecieron conmigo.

Para nosotros, los domingos y los días festivos eran para jugar fútbol o ir al estadio. Las misas y rosarios pertenecían a los viejos. Lo más que podríamos haber dicho sobre el lugar de castigo eterno era que se trataba de un espacio cavernoso de fuego y tormentos para pecadores. ¿Pero quiénes eran los pecadores? No sabíamos ni nos importaba. En todo caso, la existencia del infierno no era suficiente para variar la necesidad de sobrevivir el presente, de la manera que fuese posible.

En ese entonces, sin embargo, las lecturas forzadas por exigencia de mi padre y algunos docentes de las varias escuelas primarias a las que asistí me pusieron al tanto de un perro monstruoso llamado Cancerbero y de su cercanía al espacio de castigo eterno. Ahí hacía de guardián, espantando a los pocos visitantes que llegaban vivos y hacía imposible la huida de los réprobos.

En “La Eneida”, Virgilio lo pinta como un animal inmenso cuidando sus puertas “con trifauce ladrido”. Sus visitantes, Sibila y el asustado Eneas, lo calman con “un pan soporífero de miel y trigos con drogas” que traga por sus tres gargantas y se desploma dejando libre la entrada.

Dante Alighieri en “La divina comedia” fue más detallado describiendo su cuerpo: “Tiene los ojos encendidos, la barba grasienta y negra de sangre, el vientre ancho, las patas armadas de uñas, con las que desgarra, desuella y despedaza a los espíritus”. Pero Dante tampoco tiene que temer frente a tan horrible figura. Cancerbero es aquietado con solo puñados de tierra que le arroja el guía del poeta florentino, para ahogar sus aullidos.

Según se narra, pocos mortales cruzaron delante de este feroz guardián usando sus propias habilidades. En la mitología griega apenas se puede mencionar a Orfeo, quien dejó a Cancerbero con sus tres bocas abiertas, aunque el final de su hazaña quedó inconcluso, ya que no pudo rescatar a su amada Eurídice.

Mis estudios e investigaciones sobre la cultura andina me llevaron a otras consideraciones sobre los perros. Su cercanía con el hombre comenzó hace miles de años. Juntos atravesaron el estrecho de Bering, entre Siberia y Alaska, y fueron compañeros en la vida hogareña, en la cacería de otros animales o de enemigos humanos en los conflictos armados.

Pero en las alturas de los Andes los perros también conocen el más allá. Cuando muere una persona, luego de una ceremonia que dura cinco días y que incluye rezos, reuniones y comidas de parientes y amigos, las dos almas que según la tradición tiene el muerto (ánimas o sombras de cada ser humano) cumplen distintas funciones. La que reside en la cabeza morirá con el resto del cuerpo, la que se aloja en el corazón, al finalizar el quinto día, emprenderá un viaje al cerro patrón del pueblo, en cuyo interior será alojada junto con los animales que están al servicio de la montaña (‘apu’ o ‘wamani’ en quechua).

El camino hacia el cerro patrono de la comunidad no es fácil. Las ánimas deben evitar cursos de agua y, ya cerca de su destino, cruzar un puente de cabellos humanos para llegar a la cumbre (o penetrarán por alguna oquedad a su interior). El guía de ultratumba es su perro doméstico o los varios que vivieron con el difunto, que regresarán del más allá a honrar la amistad, o estorbarán su peregrinar si fueron maltratados.

Mi primer viaje a Estados Unidos me puso en evidencia otras maneras de pensar sobre los perros y los animales domésticos. Descubrí que en los supermercados existían estantes especiales, llenos de alimentos en conserva o para ser preparados al momento, para una variada gama de mascotas: desde roedores hasta aves y reptiles. Pero no tuve tiempo de sorprenderme cuando poco tiempo después no solo llegaban a Lima esos productos, sino que se importaban también desde juguetes para ‘pets’ hasta una variada farmacopea que aliviaba a los animales mimados desde pulgas hasta arañazos. Todo vigilado por veterinarios, cuyos honorarios no tenían que envidiar a los médicos que atienden a los humanos.

Más adelante descubrí que quienes adoptaban a estos bichos no podían sufrir su ausencia y que preferían pagar pasajes, incluso aéreos, para llevarlos consigo (tras una serie de engorrosos trámites), o bien dejarlos en hoteles para mascotas, que se anunciaban de manera similar a los que suplen las necesidades de cualquier persona.

Esta modernidad debió haber liquidado la imagen del Cancerbero desarrollada en el mundo clásico. Sería imposible imaginar a nuestros canes de pelos recortados, teñidos y perfumados cuidando las puertas del averno, si son incapaces de ladrar a un intruso en nuestras propias casas.

No mucho tiempo atrás visité a una pareja que, no teniendo hijos pequeños, había decidido adoptar a un perrito de raza fina. Quedé pasmado ante el despliegue de alabanzas y cuidados con los que gozaba el cuadrúpedo, que fue referido en varias oportunidades con la frase: ¡solo le falta hablar!

En realidad no lo necesitaba. Ya tenía separado hasta un elegante nicho en un lujoso cementerio para perros, en medio de jardines rebosantes de flores y losas blancas. Supongo que sonará anticuado, pero ¿es justo todo ese despliegue de amor canino en un país donde un largo porcentaje de niños carecen de todo?