Perú 194, por Gonzalo Portocarrero
Perú 194, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

Cuando San Martín proclama la independencia, vivían en el Perú poco más que un millón de habitantes, 50.000 de ellos en Lima. Por ese entonces, la sociedad peruana era mayoritariamente rural, indígena y andina. La independencia fue sobre todo una guerra civil. Mientras que las tropas realistas estuvieron compuestas, en su mayoría,  por  indígenas peruanos, los patriotas estaban conformados por criollos y mestizos de todas partes de la América del Sur. 

Al advenir la independencia, la sociedad peruana es diversa y heterogénea. Su unidad es sobre todo religiosa y política. Hay una extensa red de parroquias y de autoridades políticas. El triunfo de la república no impide que las jerarquías coloniales continúen reproduciéndose. El Perú es un “país sin ciudadanos” como dijo Alberto Flores Galindo. Una sociedad fragmentada, sin una identidad colectiva. Es una realidad incierta, pues se funda en el desequilibrio que se origina de la incompatibilidad entre la nueva Constitución republicana y la vigencia de las jerarquías coloniales. 

Hacia 1850, cuando se apacigua la lucha entre caudillos,  y se logra una relativa estabilización política, se hace evidente la necesidad de imaginar una sociedad nacional, una colectividad donde las relaciones entre sus miembros estén marcadas por las semejanzas y la solidaridad, más que por las diferencias y la suspicacia. La urgencia por decir nosotros comienza a dejarse sentir a medida que se hace evidente que la vigencia de la ley y la estabilidad del orden social dependen de la creación de un sentimiento de comunidad que comprometa a todos los nacidos en el territorio del Perú. 

Surge entonces, desde la escritura de Ricardo Palma, la propuesta liberal criolla. Referirse a las diferencias raciales se convierte en un tema tabú, pues se postula que el mestizaje es la realidad y la vocación de la sociedad peruana. Y habría que mirar hacia Europa para identificar nuestro futuro. Se trata de construir un “nosotros los peruanos” como ciudadanos fraternos de una sociedad occidental y cristiana. Palma logró aglutinar, y dar consistencia, a muchos de los elementos comunes del pueblo de Lima.  Esta exaltación de lo común significó un compromiso que relegó las diferencias y las jerarquías al campo de lo  que no debe mencionarse. De allí que la famosa frase “quien no tiene de inga tiene de mandinga”, aunque no fue elaborada por Palma, sí condensa su propuesta para el Perú: todos somos los mismo mestizos acriollados que miramos a Europa y damos la espalda a los Andes. 

La propuesta criolla fue recusada por el radicalismo de Manuel González Prada. En su famoso Discurso del Politeama, en 1888, advirtió que el verdadero Perú está conformado por los indígenas que viven allende la cordillera. Una nación verdadera solo podría constituirse a partir de la participación creativa del mundo indígena. No es que González Prada detallara una alternativa al proyecto criollo. Lo importante es su revaloración de lo indígena.

Se funda así una perspectiva diferente desde donde imaginar al Perú. El futuro no tendría que significar la asimilación de lo indígena a lo criollo.  De la afirmación de esta posibilidad se nutre el indigenismo de  Luis  Valcárcel, José Carlos Mariátegui y José María Arguedas. Pese a las resistencias el proyecto criollo continúa funcionando y se reelabora gracias a autores como Víctor Andrés Belaunde y, más recientemente, Mario Vargas Llosa. 

Hoy el Perú cuenta con 30 millones de habitantes. La mayoría son descendientes del mundo indígena; ahora viven en las ciudades. Han preservado muchos de los valores y creencias tradicionales. Desde este nuevo mundo social comienzan a surgir diversas propuestas sobre el futuro del Perú. En todas ellas se reivindica la continuidad de lo indígena/andino. No se puede ignorar la fuerza de este deseo de manera que los peruanos tenemos que asumir nuestra diversidad y dejar atrás la perspectiva de una sociedad homogénea, aunque muchos se resistan a dar este paso. 

El hecho es que no somos aún una nación y que nunca como hoy ha sido más urgente la necesidad de serlo. No compartimos una visión de futuro. Y esta carencia impide la identificación con la colectividad que está en la base del respeto de la ley y la autoridad. Problemas no faltan, pero los problemas son la sal de la vida. Son las tareas que nos dan sentido y dirección. Y hay que cumplirlas sin dejarse aplastar por lo inmenso que puedan parecer. A cada uno le toca lo suyo.