Dublín (Foto: Shutterstock)
Dublín (Foto: Shutterstock)
Carmen McEvoy

En la década de 1850 mis bisabuelos Thomas y Martha dejaron su pequeño pueblo de Kilkenny huyendo de una hambruna que mató a un millón de irlandeses, lanzando a una cantidad similar al exilio. La tierra de James Joyce, Oscar Wilde, Michael Collins y la cerveza Guinness se erige hoy en ejemplo no solo de prosperidad económica, desarrollo sostenido y previsión social, sino de defensa de los que sufren hambre alrededor del mundo. Desde hace una década, lidera una política global de seguridad nutricional para los millones que todavía padecen el flagelo que vivió su pueblo en el siglo XIX.

Entre 1845 y 1855, Irlanda sufrió el mayor desplazamiento de población de los tiempos modernos. En un contexto de miseria y desesperación indescriptible, un cuarto de su población dejó su hogar durante la llamada diáspora irlandesa. La razón fue la plaga de la papa, tubérculo del cual dependía la sobrevivencia de miles de familias campesinas. Sojuzgadas por una economía de monocultivo pero también por un inquilinaje injusto que sometía al campesino a una feroz explotación.

El cruce del Atlántico en los llamados barcos-ataúd con dirección a América da cuenta de dramáticas historias de centenares de familias enfrentando un forzado exilio sin ninguna arma a su disposición salvo un imbatible deseo de sobrevivir. Apiñados, sin luz, sin comida, en terribles condiciones sanitarias y en una atmósfera de insoportable fetidez, los más débiles fueron víctimas de innumerables enfermedades. La muerte a bordo, narrada en detalle a través de desgarradoras cartas, culminaba en un macabro rito en medio del Océano Atlántico. Ahí los cuerpos envueltos en una pieza de tela eran arrojados, sin mayor trámite, al mar.

A raíz de la ley de inmigración de 1849, promulgada por Ramón Castilla y que coincidió con la crisis humanitaria en Irlanda y el ‘boom’ guanero en el Perú, se dio inicio a un flujo de irlandeses a la república sudamericana. Salvo escasas excepciones, los recién llegados se convirtieron en la mano de obra barata para la construcción de obras públicas de gran envergadura, entre ellas el Ferrocarril Trasandino. Cabe recordar, sin embargo, que el Perú tenía viejos vínculos con Irlanda. Ese fue el caso de Ambrosio O’Higgins, virrey del Perú, de Daniel Florence O’Leary o Francis Burdett O’Connor, quienes junto a decenas de soldados de la Isla Esmeralda sirvieron en los ejércitos de Simón Bolívar.

Para mediados del siglo XIX es posible hablar de una pequeña comunidad irlandesa asentada en el Callao y conformada por varios centenares de familias. Aunque es innegable que la mayoría de estos inmigrantes vivió bordeando la línea de extrema pobreza, algunos lograron encumbrarse participando de la vida nacional. Pienso en el controversial William Grace, quien hizo su fortuna en el Perú y luego se convirtió en alcalde de Nueva York. Pero también en personajes de la talla de William Sheen, minero, agricultor y ganadero asentado en Contumazá, o de Henry Hilton Leigh, primer presidente de la Cámara de Comercio de Piura, que colaboraron con el desarrollo económico del Perú. A Roger Casement, cuya vida inspiró “El sueño del celta” de Mario Vargas Llosa, le debemos su activismo social, que redundó en la defensa de los derechos de las comunidades nativas de la selva, explotadas por los caucheros.

En mi primera visita a Dublín, ciudad portuaria fundada por los vikingos en el año 700, visité la bahía de donde mis bisabuelos partieron dejando atrás a su isla amada. También recorrí las calles de una capital que, a pesar de tener una historia plagada de violencia política, ha logrado encontrar la paz y la prosperidad. Su apuesta por una educación de calidad ha revolucionado su economía y su sociedad.

Lo más impresionante de esta joven república, que en el 2022 cumplirá cien años de independencia y con la cual el Perú acaba de establecer relaciones diplomáticas, es la transformación de un pasado doloroso en una política pública de la cual es posible aprender mucho. Los antiguos parias de Europa no solo crecen a un ritmo envidiable sino que ofrecen lecciones de empatía y solidaridad mundial. En el 2008 la revista “The Lancet” publicó un estudio sobre el costo de la desnutrición infantil, en términos de mortalidad y futuros problemas de aprendizaje. Una serie de medidas para resolver el problema, entre ellas el cambio en las políticas públicas, la ciencia aplicada y una economía aliada de la opinión pública, creó las bases para llevar a cabo los cambios en la seguridad alimentaria de millones de niños alrededor del mundo. El Gobierno Irlandés ha creado el Hunger Task Force con la finalidad de identificar cómo la política internacional de Irlanda y su presupuesto de ayuda, que sigue incrementándose, puede tener el máximo impacto para combatir la pobreza y el hambre propio y ajeno.

Recordando su pasado amargo, Irlanda se propone hacer de la migración masiva y los problemas de desarraigo que ella genera parte importante de su política internacional. Para ello se ha comprometido a trabajar con la Comunidad Europea (cuyos lazos se han visto fortalecidos a raíz del ‘brexit’) y la Unión Africana para identificar claramente las raíces de un problema que aflige a todo el mundo. La ausencia de gobernabilidad, los conflictos políticos, la pobreza o la mala calidad de las cosechas relacionados a los cambios climáticos son algunas de las causas que generan el tipo de diáspora que los irlandeses sufrieron hace más de un siglo y que arrojó a miles de sus hijos a la costa del Perú. Esta república plagada de problemas que hoy se encuentra con su par y que mediante una alianza estratégica puede asociarse a una experiencia que nos ayude a superar las trabas de un desarrollo que millones de peruanos aún siguen esperando.