(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Un hombre amanece un buen día convertido en teta. Sí, en un pecho femenino a escala humana. Lo llevan al hospital, donde una enfermera le pasa pañitos húmedos. Él no puede verla, porque los bustos carecen de ojos, pero fantasea con penetrarla usando su pezón.

Es el argumento de una novela de , el coloso de las letras norteamericanas que falleció la semana pasada, después de ganar el Man Booker, Pulitzer, Faulkner y todos los premios posibles menos el Nobel, lo cual es solo una muestra más de la decadencia del Nobel.

Columnistas de todo el mundo han despedido a Roth recalcando su sátira de Estados Unidos, su crítica al Estado de Israel y, en el mejor de los casos, pasando de puntillas sobre el detallito de su impúdica exhibición de masculinidad. Y sin embargo, esto último resulta lo más característico, lo más personal de su mirada.

Y no me refiero a su vida privada, donde los testimonios disponibles –las memorias de su ex esposa Claire Bloom– lo describen como un infiel compulsivo con tendencias sádicas y terror al compromiso. No. Hablo de su literatura, ese catálogo de personajes con implantes de pene, viejos verdes, orgías entre perseguidos políticos y, con machacona insistencia, masturbaciones de todo tipo: en grupo, ante a una tumba, con la foto de la hija del amigo en la mano, sobre el hígado del almuerzo familiar.

Evidentemente, corren malos tiempos para recordar esos detallitos. Quizá Roth lo intuía cuando tomó la decisión más valiente de todas: dejar de escribir. Los autores de sus obituarios –todos los que he encontrado, hombres– han cumplido la regla de cortesía de recordar solo los aspectos amables del difunto. Pero la revolución femenina de los últimos años ha convertido la imaginación de Roth en el mejor escaparate de todo lo que un hombre heterosexual no debería imaginar.

Y sin embargo, Roth es un inesperado prócer de la mirada de género. Porque es el primero que entendió a los personajes como esclavos de sus cuerpos.

En la historia de la literatura y el pensamiento, el cuerpo es un estorbo. Impuro para los religiosos, irrelevante para los marxistas, indigno para los intelectuales en general. Para los libros, las personas siempre fueron condicionadas por su comunidad: pobres o ricos, católicos o protestantes, peruanos o chinos. Nunca portadores de órganos genitales y, por lo tanto, de apetitos y deseos.

En los libros de Roth, sus cuerpos determinan a los personajes, los arrastran, los condenan. Es más importante ser varón que ser norteamericano. O mujer, como la Consuelo de “El animal moribundo”, mutilada por un cáncer de pecho. O la hija del Sueco de “Pastoral americana”, que condena a su cuerpo a vivir como una bestia y ser pasto de otros animales. Reflexionando sobre la vejez, Roth resume toda nuestra existencia en una frase de Everyman: “Tu cuerpo te hace traicionar a los demás. Y luego, tu cuerpo te traiciona a ti”.

La revolución del siglo XX fue de las clases sociales: masas de pobres reclamaron vivir mejor. Conforme la clase media crece en el mundo, la nueva revolución viene determinada por la sexualidad: mujeres y minorías LGBTI exigen vivir cómodos en sus cuerpos, sin ser minusvalorados o despreciados por el macho dominante, libres de estereotipos asignados desde anatomías ajenas.

Al final, Philip Roth, con su narrativa de machote y sus personajes atormentados por sus entrepiernas, supo ver antes que nadie lo que realmente manda en nuestra vida.