Nadie lo vio venir, pero ocurrió: uno de los sectores más prósperos de nuestro país, que trabajaba con altos índices de competitividad y había alcanzado un desarrollo astronómico en los últimos 20 años, estalló. Con paros en el norte y sur, trabajadores de las empresas de agroexportación bloquearon carreteras, formaron piquetes y, sobre todo, impusieron sus condiciones: exigieron la derogatoria de la Ley de Promoción Agraria y lo consiguieron en menos de 72 horas.
En situaciones como esta, siempre se repiten las mismas explicaciones: hay quienes despiertan los fantasmas del terrorismo e intentan difundir el pánico con la idea de que los extremistas manejan el país. Otros le atribuyen el caos a la izquierda, que para la mente de muchos es lo mismo que lo anterior. Y ambas teorías sostienen que líderes radicales diseñan planes masivos y usan a los trabajadores para imponer su ideología.
No se puede negar que en cada una de estas marchas hay quienes intentan apoderarse de las demandas y usan el río revuelto para construir futuras candidaturas políticas. El expresidente Martín Vizcarra, por ejemplo, se volvió popular en Moquegua después de ser la voz de su región en el llamado ‘Moqueguazo’. Sin embargo, cada vez es más notorio que los movimientos sociales se mueven como una masa que no lidera nadie. Que los agricultores o los jóvenes que salieron a marchar por la democracia no siguen órdenes de cabecilla alguno, no se dejan azuzar por extraños. La gran demostración de la ausencia de liderazgo es que cuando se intentó dialogar para solucionar la crisis, al Ejecutivo le costó encontrar con quién conversar. Los agricultores, que estaban apostados en la carretera, pedían que se hablara en la calle, porque sentían que nadie los representaba realmente.
Y no, esa no es una marca Perú. No somos tan originales. Las protestas contra el racismo en Estados Unidos (que se replicaron en todo el mundo), las marchas contra las restricciones que los gobiernos les ponían a sus ciudadanos por el COVID-19, las revueltas en Chile que empezaron como una queja por el alza del pasaje del metro y que terminaron con un cambio de Constitución, han tenido las mismas características. No hay caras, no hay héroes, no hay protagonistas individuales.
Una generación híperconectada es un grupo humano con la capacidad de enterarse rápidamente de lo que está ocurriendo en el otro extremo de su país, y de coordinar con personas a las que nunca ha visto en su vida para encontrarse en una esquina y luchar por lo que consideran justo. Una generación que desprecia la política, que ha visto cómo cada uno de los líderes políticos, de todas las tendencias, se ha visto envuelto en escándalos de corrupción, una generación que vota para que no le pongan una multa, pero que sabe que ese sujeto que llegará al Congreso está lejísimos de representarlo, está cambiando la democracia de curul por la de la calle. Ha descubierto que en la calle se saca presidentes, deroga leyes, cambia constituciones. Ha encontrado el origen del poder que siempre estuvo en sus manos.
¿Eso es bueno? ¿Es malo? Imposible decirlo con certeza. Pero lo que no entienden los políticos y muchos empresarios es que eso es lo que hay, que el siglo XXI marca un punto de quiebre con respecto a todo lo que conocían como formas de organización de la sociedad, y que mientras un individuo sienta empatía por la causa del otro se sumará a la protesta, y hará valer su condición de mayoría, a veces con marchas conmovedoras e idealistas, y otras con rabia contenida y violencia.
El presidente Sagasti podrá seguir dando mensajes a la nación, los congresistas sacarán leyes populistas, los candidatos tratarán de convencer a todos con sus falsas sonrisas, pero una bomba estará ahí, siempre a punto de explotar: el cartel bajo la manga de “tú no me representas”.