Gonzalo Banda

“Aquel que conoce solo su parte del caso, conoce muy poco”, es el segundo maravilloso y radical argumento de John Stuart Mill en su ensayo sobre la libertad. Incluso cuando nuestra percepción pueda ser la correcta, si no se ha debatido lo más que se pueda hasta agotarla, es un ridículo axioma muerto y no una verdad que resplandece. Pensar en el Perú es un ejercicio agresivamente infravalorado, más en momentos de política. El pensamiento es enemigo del maniqueísmo, de la simplificación sin complejidad. Como aquel maniqueísmo que imposibilita cualquier diálogo, cada vez más presente en los discursos de la presidenta Dina Boluarte que ha dividido a los peruanos en dos inequívocas partes: los vagos y violentistas vándalos que protestan, y que “¿quién los financia? ¿Qué dinero están llevando a sus hogares?” y “quieren quebrar el Estado de derecho”; y los “inmaculados”, “hermanos y hermanas que queremos vivir en paz y en orden”. Sin matices, como dijo Julio Cotler: “de un lado están los buenos y del otro están los malos”.

Usted reconocerá rápidamente este binarismo reproducido en sus redes sociales y alimentado por su algoritmo, en los mensajes de WhatsApp que le llegan y que, seguramente, ya le trajo muchos problemas en la sobremesa y con los amigos. Y, si no le ha traído problemas, es que tal vez habita en una cámara de eco donde lo que escucha es su propia voz solo que amplificada por otras voces iguales. Estas cámaras de eco son como las pesadillas de Borges sobre los espejos: son terribles porque duplican la realidad, la copian una y otra vez, hasta el infinito. Perdiendo usted su singularidad, la posibilidad de disentir.

En tiempos de polarización uno difícilmente piensa. Por lo tanto, es capaz de aceptar cosas o de justificar atrocidades que normalmente no justificaría. Jamás se vería justificando que haya personas con un balazo en la cabeza por protestar, pero es que se quisieron meter al aeropuerto, te imaginas esos bárbaros querían tomarlo, no lo justifico, pero quién les manda a hacerlo. El mal –decía Hannah Arendt– nace de la incapacidad de pensar; desafía al pensamiento, lo ignora, lo pasa por encima. Un policía siendo quemado vivo, un adolescente que vendía helados abaleado, unas estudiantes obligadas a desnudarse, una ambulancia siendo atacada, unos manifestantes enmarrocados boca abajo que “eran terrucos” y “que te calles he dicho”. Los pasa por encima, qué más da.

Pero tampoco seamos cínicos. En el Perú, a diferencia de otras sociedades, la polarización no se da entre ciudadanos iguales. Hay polarización, pero en evidente desigualdad ciudadana. Han muerto casi 50 compatriotas en la sierra altoandina y no solo no ha pasado nada, sino que –lo más nefasto– sabemos que no pasará nada. Somos un país donde la impunidad es selectiva. Por ejemplo, cuando unos señorones salieron a difamar en señal de TV abierta a muchos ciudadanos en las provincias rurales acusándolos de falsificar sus firmas y de fraude, jamás se disculparon siquiera por ensuciar su nombre cuando fueron desmentidos por los mismos acusados –con DNI en mano–. No les pasó ni les pasará nada. Ni un ‘sorry, darling’. Se tumbaron el muro de San Marcos para al día siguiente liberar a todos los detenidos y ahora ni el ministro ni la rectora saben qué es lo que exactamente pasó: no es culpa de nadie, así es la vida.

Y, además, salvo que creamos en el desvarío de que “la situación está controlada”, el argumento de que no podemos entregar el país al caos y de que hay que ver la batalla final detrás de esta batalla oculta una gran verdad: ya vivimos en el caos y nadie tiene la más remota idea de en qué vamos a terminar, ni siquiera con elecciones en el 2023. O a lo mejor sí, quizá haya elementos de convicción para que todo este discurso de preservar las cenizas de un gobierno enamorado de la mano dura –este thatcherismo criollo– termine haciendo cada vez más viable la llegada de un candidato autoritario y que quiera quemar el ‘establishment’ como natural reacción a la supresión, porque, como insiste Mill en el mismo ensayo, “el verdadero mal no es el conflicto entre las partes de la verdad, sino la silenciosa supresión de una parte”. Porque cuando se suprime a una parte –y eso los peruanos deberíamos haberlo ya aprendido– tarde o temprano termina por asomarse con mayor estrépito por la ventana”.

Gonzalo Banda es analista político