(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gianfranco Castagnola

El gobierno del presidente nace en medio de una profunda crisis de gobernabilidad. Un efecto colateral de esta crisis, quizás menos percibido en su conjunto por la gravedad de los acontecimientos, ha sido la adopción o puesta a debate de medidas muy perjudiciales para la institucionalidad y para la economía. Si este tipo de políticas hubiera sido pan de todos los días en las últimas décadas, el Perú sería hoy un país no muy diferente de los más rezagados de la región. Es obligación del nuevo gobierno y el Congreso revertir esta situación.

La confrontación entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, en medio de las investigaciones y acusaciones mutuas por Lava Jato, generó una escalada de iniciativas que ha afectado severamente la calidad de las políticas públicas y la eficacia de la gestión del Estado. Las motivaciones han sido distintas.

Algunas han buscado modificar las reglas de juego de la política, inclinando la cancha de manera prepotente. Así, por ejemplo, para disminuir políticamente al Gobierno, el Congreso cambió la esencia de la moción de censura y cuestión de confianza de un Gabinete, uno de los mecanismos que la Constitución proveía para mantener un razonable equilibrio de poderes entre el Ejecutivo y el Legislativo. El Congreso disfrazó una reforma a la Constitución a través de una modificación reglamentaria. Tanto la forma en que se aprobó como el fondo de la norma constituyen una agresión a la institucionalidad del país.

Una segunda motivación de esta escalada la constituye el tratar de menoscabar atribuciones y prerrogativas de las distintas instancias del Gobierno. Un buen ejemplo es la que se conoce como ley Mulder, que en la práctica prohíbe la publicidad estatal en medios de comunicación privados. Es un tema que ameritaba un amplio debate que terminara en una regulación apropiada. Pero ello no ocurrió y se aprobó en el Congreso una norma que condiciona a los ciudadanos a acceder a información proveniente del Estado solo a través de medios estatales y redes sociales. Es probable que una razón subalterna de esa norma haya sido perjudicar las economías de los medios privados (aunque, tras la salida de Pedro Pablo Kuczynski, el Congreso evalúa ahora no aprobar por insistencia esta ley que fue observada por el Ejecutivo).

Una tercera motivación la constituye una mezcla de trasladar al Gobierno potenciales bombas de tiempo, con algún interés populista detrás de ello. Hay varios ejemplos. Rompiendo la regla de que el Congreso no tiene iniciativa de gasto, hace algunos meses se promulgó una ley de nivelación de pensiones para militares y policías, a un costo anual de S/1.100 millones –lo que cuesta, por una sola vez, rehabilitar o reconstruir todas las viviendas dañadas por El Niño costero–. No satisfechos con esto, la Comisión de Trabajo ha aprobado un proyecto de ley para nombrar en planilla a los 500 mil trabajadores del régimen CAS. Este proyecto es doblemente inconveniente. Por un lado, tendría un costo fiscal de S/2.300 millones al año –más que todo el presupuesto anual del Ministerio de Agricultura–. Por otro, restaría el único espacio de flexibilidad con el que hoy cuentan las entidades públicas para contratar personal y remover al que no funciona. El daño sería irreversible.

El entusiasmo populista, lamentablemente, es contagioso. El congresista Yonhy Lescano está promoviendo una ley por la cual las amas de casa recibirían una subvención mensual de S/651, financiada por el Estado. Un cálculo rápido arroja un costo anual de S/8.000 millones (1,1% del PBI), algo absolutamente impagable por el Estado Peruano. El Ejecutivo puso en agenda un inoportuno incremento del salario mínimo y una sala del Indecopi –entidad que ha labrado su buen prestigio en sus 25 años de existencia gracias a su buen desempeño– tuvo un extravío y emitió la resolución “canchita”, insostenible en una economía de mercado.

Quisiéramos pensar que todos estos desvaríos corresponden a este convulsionado período, que pronto la sensatez retornará a nuestra clase política y que retomaremos la verdadera agenda de reformas que promuevan la competitividad del país, el fortalecimiento de nuestras instituciones y la calidad en los servicios a los ciudadanos. Este es el desafío del presidente Vizcarra y el Gabinete del primer ministro César Villanueva, así como del Congreso. La profunda crisis que hemos atravesado no es ajena a otros países. Pero ellos saben cómo procesar esas crisis y sacar lecciones para el futuro.