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Exdirector de El Comercio
En 1973, un destacado profesor que dictaba clases de Filosofía del Derecho en la Universidad Mayor de San Marcos empezó a hablar sobre el ser. Cuando le pregunté qué era el ser, me respondió: lo que es. Me quedé “en Babia”. Pero, de todas maneras, las personas y las cosas son como son. La política peruana, tal y como se viene practicando desde hace poco más de 30 años, es como es.
PARA SUSCRIPTORES: Sobre la vacancia presidencial, por Martín Tanaka
Sin embargo, también existe el deber ser, aquello que nos instruye sobre cómo deberían de ser las cosas –por ejemplo, las instituciones–, o cómo deberían de ser los políticos –o, en otros términos, su conducta–. Este deber ser nos plantea un modelo, un ideal de vida, que muchas personas quieren alcanzar para progresar plenamente y afirmar su dignidad. No nos resignamos a que la política en el Perú sea lo que es; queremos cambiarla. Entonces, se produce un conflicto entre el ser y el deber ser. El primero se resiste al cambio; el segundo lo busca.
Si el presidente Martín Vizcarra creyó que la política iba a cambiar cerrando el Congreso anterior, se equivocó. Y si pensó que el nuevo Congreso solo iba a hacer las reformas necesarias, también se equivocó. Y si creyó que las triquiñuelas de la política peruana, en las que él ahora está inmerso, iban a desaparecer como por arte de magia, está –como decimos entre nosotros– “fuera de foco”.
De súbito, los ciudadanos asistimos indignados a una suceción de hechos propios de unos capítulos de “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, que al pie de su firma ponía: “Nícolo Maquiavelo. Trágico, Histórico e Irónico”. Y, valgan verdades, lo que hemos visto es la suma de los tres, pero, sobre todo, de lo trágico e irónico del asunto, aunque sin la calidad del renacentista toscano.
Mentira, traición, confabulación, intriga y demagogia se juntan al unísono y sobre ellas empieza a danzar un bufón megalómano que pasea por los pasillos de Palacio de Gobierno y del Ministerio de Cultura ‘como Pedro por su casa’, a vista y paciencia de políticos, secretarias y funcionarios. Y no pasa nada. No se ve. No se siente. No se preocupe. Todo está tranquilo. Nadie se va a enterar. Hasta que vino el zarpazo desde la Plaza Bolívar, desde donde un grupo inmoral, sorprendiendo a otros y aprovechando chuponeos ilegales, lanzó la piedra de la permanente incapacidad moral. Hay que vacar al presidente.
Vivimos en pandemia. Miles de personas mueren por esta razón. Los hospitales lucen desabastecidos. La corrupción se debe combatir con urgencia (según acaba de informar el contralor, con el dinero que se habría perdido por la corrupción el año pasado habríamos podido cerrar el 85% de la brecha de infraestructura en el sector salud, lo que habría significado que miles de vidas se hubieran salvado).
Todo esto se explica porque, como decimos, hace 30 años se produjo una mala junta: la falta de ética y el afán desmedido de dinero. Muchos no solo se corrompen por dinero, sino también por poder, porque el poder les da mando, prestigio e influencia.
Como se sabe, hay personas que sin ninguna militancia política, sin ninguna experiencia política, se meten a “hacer política”, y lo que vemos es una debacle de esta “ciencia regia”, como la llamaba Platón. Con vacancia o sin vacancia, la política peruana necesita una vacuna. Y trocar a los Sancho Panza de la Ínsula Barataria que nos han venido gobernando –con la excepción de Valentín Paniagua, una ‘rara avis’–, por Quijotes de la Mancha, para cambiar el realismo del corrupto por la realidad del ideal. Seguirá todavía por un tiempo el ser hasta que llegue el deber ser. Solo entonces el Perú será otro.