(Foto: USI)
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Daniela Meneses

“Brasileños desilusionados cambian la política de la esperanza por la política de la rabia y desesperación”. “Bolsonaro, el ex militar que se alimenta de la ira”. Así titulaban diversos medios sus notas sobre el presidente electo, un hombre sin ningún respeto por las minorías y que carga con un cuarto de electores que lo apoyaron porque querían castigar al Partido de los Trabajadores, no por sus propuestas. Donald Trump es otro ejemplo de un político que ha sabido capitalizar la ira. Como bien resumía la escritora Casey Cep en un reciente artículo en el “New Yorker”: “Mucha gente estaba tan furiosa sobre la migración, la economía, la elección de un presidente negro, la posibilidad de una presidente mujer […] que votaron por Trump. ¿Hay un mejor ejemplo de ira ciega?”.

La ira, sin embargo, no solo aparece en tiempos de campaña. Una de las manifestaciones nacionales más recientes es quizás el famoso chat ‘La Botica’, que destila rabia. Pero lo cierto es que los ciudadanos también estamos repletos de ella, basta ver nuestras calles. O están las redes sociales para el que necesite comprobarlo. ¿Cómo no estar furiosos si desde que tenemos memoria los políticos nos mienten? ¿Si Lava Jato ensució tanto el país? ¿Si el sistema de justicia ha sido raptado por ‘hermanitos’? ¿Si nos despertamos este lunes a leer que Héctor Becerril esperaba que se terminaran de una vez los debates sobre los proyectos de no reelección y bicameralidad para pasar “a otra cosa, y que el gobierno se vaya al carajo con su referéndum”? Porque, congresista, quien se iría allí con un referéndum en el que se presenten malos proyectos de ley no sería solo el gobierno, seríamos todos.

Enfrentada a la sensación de que la ira está en todas partes, la filósofa Martha Nussbaum dedicó un libro entero a este problema. En “La ira y el perdón” (2016) nos insta a entenderla como aquel sentimiento de que hemos sido dañados de manera ilegítima. Un sentimiento que, lamentablemente, tiene un problema esencial: implica siempre un deseo de que el otro sufra. Y es cierto, aunque tiene sentido que grandes sectores de la población crean que el o el nacionalismo han hecho mucho daño al país, ¿es racional que queramos que o los vayan a prisión preventiva para verlos sufrir, sin analizar las normas y las pruebas del caso? ¿Que creamos que merece pasar sus últimos días muriendo en la cárcel, y nos neguemos a considerar alternativas para aquel día en que se haya probado que esté verdaderamente grave? ¿Es racional que la rabia nos empuje hacia precisamente aquella actitud que tanto criticamos en los políticos, la de priorizar nuestros deseos por sobre la justicia y por sobre el bien del país?

Para Nussbaum, la idea de que el dolor del otro de alguna manera cancelará el daño que hemos sufrido parece más bien atribuible a algún rezago del pensamiento mágico. Lo que no significa que haya que reemplazar la ira por la desidia e impunidad, sino que hay que seguir a Platón: quien castiga racionalmente lo hace no por la injusticia pasada, sino por el bien del futuro. Por ello, la rabia inicial debe hacerle espacio a una etapa de transición: el deseo de venganza tendría que ser “un breve sueño o nube, prontamente dispersada por pensamientos más sensatos de bienestar personal y social”. Querer, digamos, que si a Keiko, Toledo, los Humala y la lista sigue les corresponde la cárcel, sean condenados. Pero que esto sea determinado en un proceso legal, y que la eventual sanción no busque su sufrimiento, sino asegurar el bienestar de la sociedad a través de la no impunidad.

Cuando la diosa Atenea introduce las instituciones legales en Atenas, se produce un cambio adicional en la ciudad. Nussbaum nos recuerda que en “La Orestíada”, obra de Esquilo, las Furias –personificaciones femeninas de la venganza– se transforman y dejan de gotear líquido por los ojos y de vomitar sangre. Cambian las ropas poco civilizadas, y se convierten en Las Benévolas, quienes ahora escuchan razones y deliberan. Pero, y esto es lo esencial, sus rostros siguen causando temor. Solo que ahora el temor está enfocado en el futuro, no en la venganza.