(Foto: El Comercio)
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Federico Salazar

Cincuentaidós personas murieron el 2 de enero en el serpentín de . Nada más lamentable que la pérdida de la vida de estas personas. No igual de lamentable, pero sumamente penosa, la actuación de los políticos a raíz de la tragedia.

Hay un congresista, por ejemplo, que ha pedido interpelar al ministro de Transportes y Comunicaciones a raíz de estos hechos. No creo que esa iniciativa prospere, pero revela lo que importan estas vidas humanas a algunos representantes: el rédito político.

No hay baranda, señalética o límite de velocidad que pudiera haber salvado la vida de estas personas. El choque se produjo porque el chofer de un tráiler se salió de su carril e invadió el contrario.

El tráiler iba, según el informe policial, a mayor velocidad de la permitida y señalada. La señal está no muy lejos del lugar del impacto. Ese chofer se abrió para tomar la curva, una curva ciega, la Curva del Diablo.

Toda esa zona está indicada con doble línea amarilla al centro. Eso significa que no se debe adelantar o salir del carril. Ese chofer hizo caso omiso de la señal de límite de velocidad, hizo caso omiso a la doble línea amarilla e hizo caso omiso al sentido común: en una curva ciega puede venir otro por el otro carril.

¿Qué funcionario empujó el pie del chofer en el acelerador? ¿Qué influencia ministerial tomó sus brazos para girar el timón e invadir el carril contrario en la curva?

La política y la politización de la vida ciudadana nos hace creer que el individuo no es responsable de sus actos. Hemos sacado a la persona y su conciencia del lugar de los hechos. Hemos puesto en su lugar enjundiosos reglamentos, abundantes decretos y no pocas leyes.

Debemos preguntarnos, sin embargo, qué se hace con la persona que no respeta no solo las leyes y reglamentos, sino tampoco la norma esencial de la convivencia, el respeto a los demás, comenzando por su integridad y su vida.

¿Qué podemos hacer para grabar esa norma dentro de la cabeza de la gente más que en el papel de las normas legales de “El Peruano”?

Tenemos que reforzar la responsabilidad personal. El chofer en cuestión tuvo un choque, en marzo del año pasado, en Tarapoto. Ahí murió un motociclista. Según la policía del lugar, el motociclista iba con exceso de velocidad.

En esa ocasión, este chofer, manejando un camión, ingresó al jirón José Olaya, desde la Vía de Evitamiento. Testigos de aquel accidente indicaron que entró a esa curva con exceso de velocidad.

¿Habrá alguna autoridad que investigue los antecedentes del chofer? ¿Se revisará el parte policial que exculpó a esta persona del accidente, también fatal, en Tarapoto?

Estas son las instituciones y mecanismos del orden legal que tenemos que revisar para reforzar la responsabilidad personal.

No es poco importante repasar los mecanismos de seguridad vial. Aunque menos visible, sin embargo, me parece mucho más importante replantear las responsabilidades personales.

¿Qué tipo de persona se siente tan poderosa sobre el mundo como para invadir un carril contrario en una curva ciega? Muy probablemente, una persona que hizo eso antes sin consecuencias.

¿Dónde queda, además, la responsabilidad de la empresa Translevisa, propietaria del tráiler? Esa empresa, ¿va a vender el vehículo para pagar a los deudos, a los sobrevivientes y, quizá, a la empresa del bus interprovincial?

Mientras no se establezca una responsabilidad penal que vincule a la empresa con la selección del tipo de chofer, nada cambiará mucho. Veremos nueva señalética, nuevas barandas y nuevos reglamentos. Y veremos, lamentablemente, nuevos accidentes.

Las personas tienen que hacerse responsables de sus actos. Y también las empresas, de la elección de las personas que ponen a cargo de otras personas.

Mención aparte, por supuesto, merecen las autoridades que declararon de necesidad pública la construcción de 2.600 kilómetros de carreteras interoceánicas. Abandonaron Pasamayo, de 22 kilómetros (y la Carretera Central), porque, simplemente, no había coimas de, o asesorías a, Odebrecht.

Tenemos que hacer responsable a cada persona de sus actos. Desde la autoridad más alta hasta el último eslabón de la cadena.