(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Durante los días en los que se discutía el pedido de confianza solicitado por el Ejecutivo, noté que nuestras figuras públicas, especialmente los políticos, casi nunca se ruborizan. Ello a pesar de que, muchas veces, se encuentran envueltos en situaciones que –para el común de los mortales– resultarían vergonzosas; la causa fundamental para sonrojarnos. ¿Cómo hacen para evitar que la sangre les llegue a la cara?

El rubor es tan característico del ser humano que ningún otro animal lo experimenta. Es una reacción psicofisiológica sobre la que no tenemos control. Es totalmente involuntaria. Cualquier actor puede fingir lágrimas, pero no rubor. Según Charles Darwin, uno de los primeros científicos en estudiar el tema, nuestras mejillas se ponen rojas cuando recibimos “atención social indeseada”. Ocurre en un restaurante, cuando los mozos cantan por nuestro cumpleaños. También ante un halago superlativo que no esperábamos. Sucede cuando se conversa de un tema incómodo (por pudor, por ejemplo) y es común cuando nos chapan in fraganti cometiendo algún acto reprochable. En resumen, nos ruborizamos cuando sentimos vergüenza.

Los investigadores del fenómeno nos dicen que el rubor comunica aspectos que son importantes para la interacción y la convivencia social. Primero, porque es un mecanismo básico de control social que pone en evidencia una situación incómoda y alerta a todos los presentes sobre ella. El sonrojo tiende a generar empatía y motiva un esfuerzo conjunto para disminuir o resolver la situación desagradable. Sin duda, la empatía es la reacción que se busca al aplicar el rubor como maquillaje. Segundo, el sonrojo comunica una doble admisión: uno, el reconocimiento de que he transgredido una convención social, y dos, la intención de hacer pública mi vergüenza por ello. Esto implica, también, que tengo conciencia de los demás y reafirma la importancia que le doy al grupo y sus normas. Personas con dificultades empáticas, como los psicópatas o los narcisistas, no se ruborizan con facilidad y, cuando lo hacen, suelen ser por las razones opuestas al resto de las personas.

¿Cómo es posible, entonces, impedir que esta reacción involuntaria nos delate? Para ello es necesario encontrar varios antídotos contra la vergüenza. Nuestros políticos parecen ser expertos en esto. Revisemos los principales:

El cinismo, que es la desvergüenza en el mentir. Por ejemplo, esto dijo la señora K. Fujimori el día después del voto de confianza: “Hoy tenemos a un nuevo presidente pero, que en vez de trabajar por el desarrollo del país, lo que hace es confrontar, lo que hace es trabajar para insultar y nosotros le decimos no”. Solo basta recordar la serie de interpelaciones y censuras “constructivas” de Fuerza Popular.

La mitomanía o la tendencia a desfigurar la realidad, engrandeciéndola. El ex presidente Alejandro Toledo es un experto en esta materia: “Estoy yendo a recibir un Premio Nobel a la India... un Premio Nobel, se le llama a un premio humanitario... Humanitarian Award”.

La desfachatez o la excesiva desvergüenza y falta de comedimiento. Y quién mejor representante de esto que el ahora ex juez César Hinostroza: “La ‘señora K’ no era ninguna dama, sino que era el señor ‘Miki’ Torres […]. Cuando yo fui, pensé encontrar a alguna dama [...]. Cuando yo fui a la reunión, no había ninguna señora, estaba el señor”.

La conchudez o el aprovechamiento descarado. En los últimos días, el partido Podemos Perú ha sido acusado de presentar firmas falsas para su inscripción. Su candidato a la Alcaldía de Lima, Daniel Urresti, ha respondido que “no son falsas, son inventadas” y que “a todos los partidos les sucede lo mismo”.

La indolencia, porque no se afecta o conmueve. Es imposible olvidar a Martha Chávez y su referencia a la desaparición de los estudiantes y un profesor de la Universidad La Cantuta: “La hipótesis de la voluntaria desaparición es probable [...] se aprecia que hay muchos casos de personas denunciadas como desaparecidas que, luego, han sido ubicadas en otros lugares, a los que se trasladan para no ser identificadas y realizar así actividades terroristas”.

Y si todo lo demás falla y comienzan a sentir el bochorno, no hay nada mejor que la ira para enmascararlo. Es así porque, al enojarse, la cara también se pone roja. Conocidos iracundos son Mauricio Mulder, Héctor Becerril y Rosa Bartra, especialmente cuando tildan de terrorista a cualquiera que se oponga a sus ocurrencias, intereses y mal llamadas “iniciativas” legislativas.