(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

La política y la gobernabilidad se encuentran secuestradas por comportamientos y ambiciones personales y pleitos familiares. Y esto no es solo cuestión de las últimas tres semanas con el pedido de vacancia y el indulto. Por más de año y medio nos hallamos en una prolongada situación en la cual no se están tomando las decisiones importantes que necesita el país. Por el contrario, la jugarreta irresponsable de unos cuantos ha profundizado nuestras divisiones, la apatía hacia la política formal y –también– el dolor de muchos que buscaban algún nivel de consuelo en la justicia. Esta situación es el reflejo de muchos males, pero quiero tocar uno en particular. 

Hay una creciente privatización de la cosa pública. Como han señalado varios comentaristas, nuestras debilitadas instituciones han sido manoseadas para apaciguar egos, acumular riquezas y blindar infracciones e irregularidades. La solución a la crisis política que nació con el pedido de vacancia no fue una victoria del debido proceso. Muchos de los que se manifestaron en contra de la vacancia no lo estaban por simpatía hacia el gobernante, sino más bien por adherencia a las formas y prácticas democráticas.  

Sin embargo, el canje del indulto por votos salvadores mostró que los intereses individuales y familiares pudieron más que la institucionalidad democrática. ¿O es que estoy equivocado porque –como dicen algunos– esta negociación servirá para apuntalar la gobernabilidad? Realmente este es un argumento deleznable porque no se indica con claridad a qué tipo de arreglo político nos estamos refiriendo.  

Si es aquel que quiere rescatar al statu quo previo al intento de vacancia, entonces es solo una forma de prolongar la lenta agonía de la democracia. ¿Acaso no tenemos memoria? Un gobierno de “reconciliación” todavía necesitaría de un sector mayoritario del fujimorismo para que sea viable. Me resulta bien ingenuo esperar que Alberto, Keiko o Kenji Fujimori sean garantes de la gobernabilidad democrática en el país.  

Peor ingenuidad es creer que un Ejecutivo –que ha mostrado casi nula capacidad y voluntad de acercarse al común de los peruanos– tenga el potencial de convocatoria para la reconciliación. Menos aun cuando el indulto express ha mellado profundamente su capacidad moral para liderar este proceso. La reacción del Gobierno ante las justas reacciones de indignación y dolor de tantos peruanos me hace recordar la típica respuesta de los mafiosos cuando justifican una barbaridad: “No es nada personal, son solo negocios”. 

Lograr un entendimiento entre actores políticos que no han mostrado la entereza y la transparencia necesarias para una democracia saludable no garantiza una reconciliación entre peruanos. Y no hablemos del perdón. ¡Por favor! Después de indultar a Alberto Fujimori, todas las otras faltas parecerán nimias. O serán reconciliadas hasta el olvido. 

Podríamos llamar “lógica de los parásitos” lo que estamos presenciando: mantener vivo al huésped por la mayor cantidad de tiempo posible, aunque se esté debilitando y eventualmente deje de existir. Al parásito solo le interesa seguir extrayendo, pero para ello necesita hacer todos los esfuerzos posibles de no matar su fuente.  

La democracia formal en el Perú se ha convertido en una jugosa presa para los apetitos de individuos, familias, clanes y camarillas disfrazados y enmascarados como partidos y movimientos políticos. Así ingresan en el sistema y algunos hasta logran enquistarse. La experiencia latinoamericana reciente ha demostrado que la democracia funcional –con elecciones y división de poderes incluidas– puede ser sumamente rentable, sea en términos de poder o riquezas. Ya no es necesario ser un dictador como Trujillo, Somoza o Stroessner para sacar provecho de las arcas fiscales.  

¿Y el ciudadano? Bueno, un buen grupo está desafecto del Estado (Meléndez dixit) y no espera mucho del entorno político. Otros, se encuentran muy ocupados sacando adelante su economía familiar (Arellano dixit) y creen que el vaivén macropolítico no los afecta. Hay otros más que quieren que se vayan todos (para quedarse ellos). Pero también hay un grupo sólido que –a pesar de sentirse traicionado– sabe muy bien que es más factible recuperar una democracia enferma que aventurarse a cualquier otro tipo de arreglo político.