Premio a la creatividad, por Gonzalo Portocarrero
Premio a la creatividad, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

Comparto con los lectores algunos fragmentos del discurso que leí en la ceremonia en que se me otorgó el en la categoría de creatividad en el vasto campo de las ciencias humanas. 

Los premios son dispositivos de estímulo a obras y personas que por alguna razón se consideran ejemplares. Dignas de destacarse y de ser enmarcadas como modelos que inspiren a la gente, especialmente joven, a emprender actividades que valgan la pena. En mi caso, el jurado ha valorado la persistencia de muchos años en el esfuerzo de esclarecer los fundamentos y la dinámica de nuestra vida colectiva. Un esfuerzo, añadiría, que ha supuesto cruzar fronteras disciplinarias para acercarme a lo complejo de una realidad que demanda trascender las fronteras, necesarias pero también artificiosas, que separan a las distintas comunidades que producen conocimiento. Lo mío ha sido tratar de lograr un equilibrio entre la especialización erudita y las visiones más totalizantes. Todo en el intento de objetivar los desafíos con que nos confronta la experiencia de ser peruanos, de vivir en una sociedad múltiple y desgarrada, conflictiva e impredecible, definitivamente estimulante para quien se decida hacer de la comprensión y el pensamiento las actividades centrales en su vida.

No me corresponde juzgar el valor de mi obra. Ya la crítica discernirá lo que puede haber de valor en ella. Pero sí me toca, eso creo, dar testimonio de cómo he llegado a crearla. Para empezar, tengo que decir que no me considero una persona talentosa. Lo mío ha sido esfuerzo y terquedad; apuesta denodada, sin garantías, ni certidumbres. Lo que he hecho ha sido fruto del empeño y de ciertas convicciones que desde el inicio de mis trabajos me han impulsado a buscar una perspectiva propia. Entonces, atento a los signos de los tiempos, he tratado de alejarme de cualquier dogmatismo. Por tanto, si hay algo que pueda reivindicar como propio es la terquedad y la apertura a lo nuevo, a tratar de entender lo que sorprende, desde su especificidad pero dialogando con los conceptos que permiten aguzar la mirada, calar más hondo en la realidad que nos rodea. 

Ahora debo mencionar mi interminable lucha con el lenguaje. En mi escritura trato de capturar aquello que empiezo a divisar muy a lo lejos. Y la manera de traerlo al texto significa un ejercicio permanente de corrección. Se trata de la batalla por lograr una precisión que es siempre elusiva. Solo en ocasiones raras, y misteriosas, me ha sido dada la expresión feliz y certera, la frase contundente, el ritmo sin tropiezos. La mayoría de las veces debo contentarme con bastante menos. Esta es la dimensión estética y creativa de la escritura. Los momentos dolorosos y felices en que depuro mi expresión: rechazar y corregir, una y otra vez, y tratar de contentarme con la ilusión de que ya lo haré mejor. Me considero un aprendiz de escritor, alguien que retuerce el lenguaje para hacerle decir lo que presiente de manera leve y oscura. 

No es casual que la sociedad peruana haya escogido la creatividad como un valor que debe fomentarse. Pienso que la creatividad es más importante, y se desarrolla con más vigor, en situaciones complejas donde reinan la diversidad y la falta de recursos, en las que acechan la desesperación y la desesperanza; en estos contextos, tan frecuentes en nuestro país, no queda más que combinar lo divergente y ensayar lo insólito. O, para decirlo con las palabras del cholo Vallejo, el peruano más universal: “¡Rehusad la simetría a buen seguro / Intervenid en el conflicto de puntas que se diputan / en la más torionda de las justas / el salto por el ojo de la aguja!”. La pretensión de saltar por el ojo de una aguja está en el mismo corazón de la actitud creativa de hacer posible lo imposible. 

Quiero dejar constancia de ser resultado de la universidad, de esa institución increíble, definida por la búsqueda del conocimiento, el diálogo razonable, y el servicio a la comunidad. Desde que ingresé a la universidad, hace casi 50 años, en 1966, nunca la he dejado. Entonces hago expreso mi agradecimiento a la Pontificia Universidad Católica del Perú. Para mí, ha sido una bendición encontrarme entre sus profesores. Extiendo este agradecimiento a la , pues fue en sus aulas y patios donde aprendí vivencialmente la riqueza y diversidad de nuestro país. 

Termino agradeciendo al y a la empresa Petro-Perú, pues aun cuando mi juicio sea interesado creo que premiar la creatividad es ciertamente una gran idea.