En 1963, Fernando Belaúnde Terry decretó que cada año debe llevar un Nombre Oficial. (Foto: Andina)
En 1963, Fernando Belaúnde Terry decretó que cada año debe llevar un Nombre Oficial. (Foto: Andina)

En varias oportunidades, hemos señalado las características tan especiales de nuestro sistema de gobierno. Es cierto que desde su fundación, como toda América, nuestra república ha tenido un diseño presidencial. Pero también es cierto que estamos en la antípodas del estadounidense, que es el que influenció en el resto de la región.

El problema es que seguimos teniendo un sistema de gobierno presidencialista (en el que el presidente es el jefe del Estado y el jefe de Gobierno y cuya autoridad emana directamente de los votos que traducen la voluntad popular), pero que, a su vez, exhibe mecanismos recogidos de los sistemas parlamentarios. De allí se derivan figuras como la del primer ministro (aquí llamado presidente del Consejo de Ministros), la interpelación y la censura presidencial, el voto de confianza y de investidura, y la disolución del Parlamento. Todos propios de los sistemas parlamentarios. Es decir, tenemos una suerte de presidencialismo parlamentarizado. No es que se ha diseñado un modelo que tomara lo mejor de ambos –si acaso eso fuera posible–, sino que se ha construido uno que, a la luz de la evaluación histórica, ha mostrado sus limitaciones y ha producido efectos negativos en la gobernabilidad del país.

Todos estos mecanismos ciertamente tienen amparo constitucional, por lo que solo deben cumplir con los requisitos establecidos para su activación. Pero eso es justamente el problema, pues la lógica de las relaciones de gobierno en uno y otro sistema son distintas y un sistema como el nuestro no recoge dichas lógicas, sino que las confunde.

De este sistema híbrido que es una construcción histórica (pues se ha ido ajustando a lo largo de nuestra vida constitucional), se han derivado situaciones singulares. Por ejemplo, en los sistemas parlamentarios el primer ministro es el jefe de gobierno. Cuando es elegido para un período completo acude al Parlamento a fin de presentar el plan de gobierno y obtener un voto de investidura. El Parlamento se lo otorga y lo inviste de legalidad y legitimidad. En nuestro caso, el primer ministro no es jefe de gobierno, sino un coordinador de los ministros. Al acudir ante el Parlamento para recibir un voto de confianza presenta también un plan de un gobierno que él no encabeza. Los siguientes primeros ministros, dentro del período de cinco años, deben hacer lo propio, pero el presidente es el mismo y el que realmente gobierna. Además, el Gabinete ministerial adquiere legitimidad y legalidad una vez que juran sus miembros y no cuando obtienen el voto de investidura del . Si el ministro de Justicia hubiese sido censurado, estaríamos ante un Gabinete diezmado antes de recibir el voto de investidura. El voto de confianza obligatorio es, pues, un problema que se debe resolver.

De igual manera, un presidente puede solicitar una cuestión de confianza de manera individual por un ministro e, igualmente, el Parlamento puede censurar individualmente a cada ministro. Una dinámica que puede llevar a situaciones de tensión y hasta de ingobernabilidad altas. Para evitarlo, el Congreso puede cuidarse de no censurar al primer ministro, pero sí puede hacerlo con los otros 18 miembros del Gabinete. En la otra orilla, el presidente podría nombrar al mismo Gabinete censurado y solo hacer un enroque entre un ministro y el primer ministro.

En nuestro país, además, la disolución del Parlamento solo tiene efectos en el Legislativo y no en el presidente, que es quien gobierna. Esto no ocurre en los sistemas parlamentarios, donde la disolución del Congreso conlleva aparejado el inicio de otro gobierno a través de elecciones.

Así, tenemos un sistema de gobierno que no se discute, pues los mecanismos que tiene cada poder le parecen los adecuados para poder enfrentarse al otro. La lectura cambia cuando se pasa de gobierno a oposición, y viceversa. Pero ya es muy tarde.