El primer poder del Estado, por Fernando Rospigliosi
El primer poder del Estado, por Fernando Rospigliosi
Fernando Rospigliosi

Como era de esperarse, la oposición vapuleó en el Congreso al Gabinete presidido por Fernando Zavala para tratar de debilitarlo y conseguir réditos políticos, pero al final otorgará la confianza (este artículo se escribe antes de la votación).

En realidad, casi siempre ha ocurrido lo mismo en los últimos 15 años. La oposición criticando al nuevo primer ministro y su Gabinete para finalmente aprobarlo. Los argumentos son casi idénticos a través de los años: se centran, una y otra vez, en los “vacíos”, en lo que no dijo. Como es obvio, siempre habrá cosas que no se dicen, lo que da pie a esos poco imaginativos reparos.

Lo nuevo, en este caso, es que la oposición tiene una sólida mayoría. Eso los ha llevado a sostener entre líneas, aunque sin usar esa frase, que el Congreso es el primer poder del Estado, como sostuvo Víctor Raúl Haya de la Torre (VRHT) hace más de medio siglo. Cuando Keiko Fujimori dijo que iban a aplicar su plan de gobierno a través del Parlamento aprobando leyes que lo pondrán en práctica, o cuando los voceros del fujimorismo insinúan una y otra vez que el Congreso es una institución todopoderosa, están recogiendo el antiguo concepto de VRHT.

La idea la concibió Haya después de perder estrechamente la elección presidencial que ganó Fernando Belaunde en 1963. VRHT pactó una alianza con el que hasta poco tiempo antes había sido su implacable perseguidor, el general Manuel Odría, que quedó tercero en esa oportunidad. Y juntos, con una mayoría absoluta en las cámaras de Diputados y Senadores, bloquearon las reformas y tumbaron ministros y gabinetes desenfrenadamente.

Como sintetiza Julio Cotler en uno de sus libros, esa coalición censuró al primer Gabinete de Belaunde presidido por Óscar Trelles, dando lugar a una permanente inestabilidad. Ese gobierno tuvo que cambiar a 94 ministros –de los 178 que tuvo– y prescindir de 6 gabinetes completos. (“Caretas”, 24-7-08).

Finalmente, aprovechando el caos político creado por la obstrucción sistemática de la oposición, el general Juan Velasco Alvarado encabezó un golpe de Estado el 3 de octubre de 1968, con el que liquidó la democracia y estableció una dictadura que duró 12 largos años, extinguiendo al mismo tiempo las posibilidades del propio Haya de convertirse en presidente.

La siguiente oportunidad en la que el gobierno estuvo en minoría en el Congreso fue en 1990, cuando ganó Alberto Fujimori. La oposición, sin embargo, fue tolerante y conciliadora. Los primeros presidentes de las cámaras de Senadores y Diputados fueron del partido de Fujimori. A fines de 1991 se le concedió facultades extraordinarias para legislar. A pesar de lo cual Fujimori y Vladimiro Montesinos perpetraron el golpe del 5 de abril de 1992, disolviendo el Congreso y estableciendo una dictadura, con la finalidad inmediata de impedir la labor fiscalizadora del Parlamento, pero con el propósito básico de perpetuarse en el poder indefinidamente.

Todo indica, sin embargo, que ninguna de esas variantes golpistas se repetirá. Los golpes militares triunfantes, al estilo Velasco, han sido proscritos en América Latina desde hace 35 años (el último fue en Bolivia a principios de los 80 y duró muy poco).

Es impensable también un autogolpe como el de 1992. Pedro Pablo Kuczynski jamás lo cometería y, en el supuesto negado que lo intentara, no tiene a su lado un Montesinos para realizarlo.

Lo que no se puede descartar es un derrocamiento del gobierno por una vía aparentemente legal, como ha ocurrido en la región desde que se vedaron los golpes militares. En efecto, en América Latina se encontró otra manera de tumbar presidentes, a falta de los tradicionales cuartelazos.

Básicamente consiste en movilizaciones de masas contra un gobierno débil y desprestigiado que es destituido por el Congreso –en algunos casos con participación del Poder Judicial– con cualquier argumento constitucional. Desde Carlos Andrés Pérez (Venezuela) a Dilma Rousseff (Brasil), pasando por Jamil Mahuad (Ecuador), Fernando de la Rúa (Argentina), Gonzalo Sánchez de Lozada (Bolivia) y varios otros, ese el nuevo esquema usado en el continente para cambiar presidentes y adelantar elecciones.

Naturalmente, esa vía no necesariamente tiene que repetirse en el Perú de hoy. No obstante, nadie podría excluir esa posibilidad dada la volatilidad política y la debilidad institucional que reinan en el país.