Cuando todo es prioridad, por Diego Macera
Cuando todo es prioridad, por Diego Macera
Diego Macera

¿Es que alguien en su sano juicio podría decir que el agua no debe ser prioridad absoluta para el actual gobierno? Seguramente que nadie. ¿Y acaso alguien estaría en contra de que el sector público haga todo lo posible para preservar nuestro patrimonio cultural, promover el turismo –esa industria sin chimeneas–, cuidar el medio ambiente, y poner un cebiche fresco en cada feria gastronómica internacional de peso? Difícilmente. Y ya que estamos en esto, ¿objetaría algún ciudadano consciente un incremento sustancial en el presupuesto destinado a los sectores de educación, cultura, salud, seguridad, ambiente o transporte? No lo creo.

Pero sucede que este modo de ver las funciones del Estado –una visión en la que todo es prioridad urgentísima y en la que siempre es un escándalo que hayamos pasado tantos años sin invertir como se debe en el sector equis o zeta– ayuda en poco o en nada a distribuir recursos públicos limitados. 

Según su presupuesto, el Estado Peruano tiene 25 funciones divididas a su vez en 92 categorías. A menos que los ‘commodities’ regresen al precio de hace algunos años o que incrementemos la deuda pública, lo que ponemos en un bolsillo tenemos que sacarlo de otro. Si de verdad queremos priorizar, tenemos que empezar reconociendo que no todo puede ser prioridad.

En las últimas semanas, la inversión y los costos operativos necesarios para organizar los Juegos Panamericanos 2019 fueron blanco de críticas en este sentido. La discusión sobre el mejor uso de los S/4.125 millones que estos demandarán es legítima, pero debería trascender la polémica respecto al evento y aprovecharse para tener un debate más amplio sobre algunos gastos del Estado y su parte en el presupuesto.

Es difícil concebir una pirueta intelectual y moral que justifique gastar un sol adicional, por ejemplo, en subsidiar a deportistas de élite (S/73 millones durante este año), en el “incremento de la competitividad en el sector artesanía” (S/20 millones), o en determinados gastos de industrias culturales, cuando el mismo sol podría gastarse en funciones básicas y deficitarias como capacitar policías o llevar salud, agua limpia y saneamiento a comunidades alejadas.

El argumento suena simplista y maniqueo. Forzar ejemplos y situaciones para lograr una polarización emocional tan aguda -deportistas de élite versus niños enfermos en pueblos remotos- seguramente lo debería deslegitimar. Alguien podría decir que ambos objetivos no tienen por qué ser excluyentes. Pero aquí entra la esencia del problema: el dinero público es limitado, fungible y plenamente reasignable. Cada sol destinado a una partida presupuestal refleja una decisión política consciente que priorizó ese objetivo sobre todas las otras alternativas y necesidades. Y esa decisión política debe justificarse en todas sus consecuencias.

En un país con brechas sociales y económicas aún tan elevadas, la rentabilidad social de cada sol adicional invertido por el gobierno debe ser máxima y se hace difícil explicar, pues, que las 92 categorías presupuestales actuales cumplan con ese requisito.

Si el Estado todavía no es capaz de proveer adecuadamente los bienes y servicios básicos para la población –entre los que destacan seguridad ciudadana, justicia, agua, salud y educación– por falta de recursos, mal hace en intentar llenar una lista de lavandería por inercia presupuestal o cálculo político. Por supuesto que no se trata solo de gastar, sino de gastar bien, pero si el gobierno afirma que priorizará la inversión en salud o en educación –y lo dice en serio–, lo que en el fondo está señalando es que le quitará prioridad a algún otro sector o sectores. No hay de otra. Y eso está bien. Porque cuando todo es prioridad, en realidad lo que queremos decir es que nada lo es.