"Un solo número como el Gini resulta muy atractivo por su simplicidad frente a un tema tan complejo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Un solo número como el Gini resulta muy atractivo por su simplicidad frente a un tema tan complejo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Jürgen Schuldt

La premisa que titula este artículo ha venido siendo afirmada optimistamente por políticos y economistas, quienes argumentan que la más equitativa distribución del ingreso lograda durante los últimos años permitió incrementar el bienestar subjetivo general. Fundamentan esa opinión en el “coeficiente de Gini”, que cuantifica la distribución del pastel económico nacional entre los diversos estratos de ingreso. En teoría, ese guarismo varía entre dos valores extremos: el 0, que indica una igualdad plena en los ingresos de todas las personas; y el 100, que indica una inequidad extrema. En la práctica, a escala mundial, ese indicador se ubica entre un valor muy equitativo de 25 (Dinamarca, Finlandia y Suecia) y otro marcadamente desigual de 60 (Botsuana, Haití y Namibia). En el Perú, según datos del INEI, el Gini ha bajado para bien entre el 2007 y el 2015, de 50 a 44.

En efecto, comparando los extremos, observaremos que los individuos del decil 1 (el 10% de la población de más bajos ingresos) aumentaron su participación en el pastel económico nacional del 1,5% al 1,8% entre el 2009 y el 2015, mientras que la tajada de los del décimo más rico sufrió una caída de 35,6% a 33,2%. A partir de ello parecería que, como muestra la caída del Gini, los pobres son cada vez más ricos y los ricos lo son cada vez menos.

Ahora bien, un solo número como el Gini resulta muy atractivo por su simplicidad frente a un tema tan complejo. Pero, como ya lo advertía en 1951 el economista Aaron Levenstein en su célebre dictum, “las estadísticas son como los bikinis: lo que revelan es sugerente, pero lo que ocultan es vital”. Los datos del Gini tienen ese problema, por lo que hay que tratarlos con cuidado.

En primer lugar, si bien del 2009 al 2015 los ingresos reales (a precios del 2015) aumentaron porcentualmente más para los rangos inferiores (37%) que para el mayor (6%), resulta que las brechas monetarias absolutas entre ambos grupos se ensancharon cada vez más a favor de los estratos superiores. Así, los individuos del 10% más pobre aumentaron su ingreso promedio anual en S/600, mientras que el estrato más alto lo hizo en S/2.000; es decir, más del 230% que aquellos. Generalizando, en el Perú hubo chorreo monetario hacia la cúpula, goteo para las capas medias y garúa sobre los estratos pobres. Así, dado que los incrementos absolutos son los indicadores más importantes para determinar el poder adquisitivo de los ciudadanos, es evidente que el bienestar subjetivo de la mayoría ha caído, a pesar del crecimiento económico relativamente elevado.

Más grave aun, en segunda instancia, quienes están en el 20% de los más bajos estratos, año por año, gastaron 15% más allá de sus miserables ingresos, con lo que están condenados a una trampa de crecientes y eternas deudas. En contraste, los deciles más altos disponen de ingresos que les permiten ahorrar cada vez más, llegando hasta un 33% de ellos, con lo que pueden invertir en inmuebles, acciones y demás activos que les rendirán aun más ingresos a futuro, con un patrimonio cada vez mayor. De manera que si alguien calculara la distribución de la riqueza en el Perú, encontraría un Gini superior a 60, de extrema desigualdad.

Finalmente, es sabido que la mayoría de los estratos de altos ingresos subvalúan sus ingresos en las encuestas de hogares (Enaho) y que los ingresos de los extranjeros ni siquiera se consideran. Si se incluyeran sus ingresos efectivos, el Gini sería aun mayor, así como las diferencias absolutas existentes entre los deciles altos y bajos.

Son esos los abismos crecientes de ingresos y de riqueza los que deben reducirse si queremos apaciguar los ya de por sí elevados conflictos sociopolíticos y ampliar los mercados internos para asegurar un crecimiento económico sostenible, el bienestar social y una mayor igualdad de oportunidades. Para lograr ese efecto, dado que la dinámica de los supuestamente libres mercados generan esas desigualdades, es inevitable una más precisa intervención del Estado, principalmente en base a políticas tributarias y sociales más activas y efectivas para evitar las masivas evasiones y filtraciones.