Jaime de Althaus

El mejor regalo de Navidad para el Perú ha sido la salida de Castillo del gobierno. Y el mejor deseo para el nuevo año será que el gobierno transitorio de Dina Boluarte llegue a significar un punto de inflexión en el proceso de descomposición nacional. Para ello, sin embargo, el Congreso, el Ejecutivo y la sociedad civil tienen que hacer su tarea y las voluntades tienen que alinearse.

Lo que hasta ahora nos ha salvado de la anarquía de los últimos siete años y del asalto al Estado perpetrado en los últimos 18 meses ha sido la institucionalidad instalada desde la Constitución de 1993. El modelo económico resiste aun los destrozos ocasionados por la y sostiene, en buena cuenta, a la democracia. Pero eso tiene un límite, pues la política viene socavando los propios fundamentos del modelo.

En efecto, de los tres pilares de nuestra institucionalidad económica –libertad económica, respeto a los contratos y estabilidad fiscal o macroeconómica–, solo queda indemne el tercero. Los dos primeros, y sobre todo el primero, están seriamente dañados. En efecto, desde la política se ha ido recortando progresivamente la libertad económica. Sobre todo a partir del gobierno de Humala, se fue incrementando progresivamente la carga regulatoria que deben soportar las empresas, restringiendo cada vez más su capacidad de acción y su rentabilidad. En la práctica, solo las empresas grandes pueden absorber todo el peso regulatorio generado en los últimos lustros.

Esa es la explicación por la que la informalidad no cede e incluso incrementa. La formalidad es excluyente. Y, entonces, una tarea básica para recuperar el rumbo es reformar la formalidad, devolver niveles de libertad económica para incluir a todos y recuperar tasas altas de crecimiento. Hoy solo opera a plenitud el fundamento de la estabilidad fiscal y monetaria, que nos permite seguir creciendo, aunque a una velocidad muy reducida de solo 2%, absolutamente insuficiente para generar los ingresos fiscales que necesitamos para acabar con la otra gran exclusión: la de los servicios sociales de calidad para la mayoría de los peruanos. Lo que, a su vez, exige proponernos implantar la meritocracia a todo nivel, para lo que sería necesario darle estatus constitucional a Servir.

La meritocracia es fundamental para la eficacia redistributiva, para que los ingresos fiscales sirvan al propósito de nivelar la cancha entre los peruanos y no para que sean apropiados por amigos del poder o por mafias patrimonialistas y gremiales que no solo construyen barreras burocráticas para cobrar por saltarlas, lo que agrava también la informalidad, sino que ejercen presión para obtener beneficios y privilegios de parte de bancadas congresales que aprovechan para hacer clientelismo disfrazado de ideología, en perjuicio de los ciudadanos usuarios.

Por eso es importante un Senado que permita controlar o moderar los impulsos populistas y una Cámara de Diputados elegida en distritos electorales pequeños, uni o binominales, de modo que los representantes tengan una relación mucho más cercana con sus representados, lo que los llevaría a desarrollar una agenda más territorial que sectorial o gremial o mercantilista.

Pero para eso necesitamos políticos capaces de percibir el interés nacional, el bien común, y partidos modernos que atraigan a los mejores ciudadanos. Centros de investigación por impuestos en los partidos y que las empresas puedan financiar campañas de manera transparente, o a través de un fideicomiso, ayudarían a darle otro nivel a los partidos. Y, por supuesto, recuperar la reelección para que los buenos puedan hacer carrera política y podamos construir una clase política profesional, al mismo tiempo que impedimos la participación de los sentenciados por delitos graves.

Y para recuperar la cultura del diálogo que hemos perdido, y tan necesaria ahora, no está de más importar los valores del mercado: capacidad de negociar, de llegar a acuerdos y respetarlos. No la destrucción del otro, o la guerra para apoderarme de sus bienes, sino el intercambio voluntario para obtener lo que necesito. Pues la violencia y la intolerancia no son democráticas.

Jaime de Althaus es analista político