Una puta al borde del quebranto, por Renato Cisneros
Una puta al borde del quebranto, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Se sabe que Borges fue forzado por su padre para debutar en un burdel de Ginebra. Ocurrió en los años en que el escritor argentino culminaba el bachillerato en el liceo Jean Calvin. Mientras su padre buscaba iniciarlo en placeres que ni en ese entonces ni más adelante despertarían interés en el joven Jorge Luis (se ha escrito mucho acerca de su atormentada sexualidad), la escuela le inculcaba los rígidos preceptos del calvinismo, que propiciaron en él un espíritu tempranamente crítico.

Nadie podría haber previsto que ambas tensiones –carne y teología–, a las que en vida Borges intentó no sucumbir, lo acompañarían en la posteridad de la muerte.

En el Cementerio de los Reyes, ubicado en el pacífico barrio ginebrino de Planpalais, el autor de El Aleph –bajo una lápida colmada de grabados sajones, dibujos vikingos, frases en inglés antiguo, amén de otros elementos enigmáticos– descansa junto a Juan Calvino, el teólogo reformista y protestante; y delante de Grisélidis Réal, una polémica escritora suiza, en cuyo mármol se indican las tres profesiones que ejerció en vida con idéntica pujanza: escritora, pintora y prostituta.

De los dos es ella quien resulta más inquietante. Sobre su nicho, coronado por una piedra negra, circular, que muestra la fi gura de un pubis, los visitantes llegan para dejar pulseras, flores, cartas y collares.

Muerta el 2005 por un cáncer de estómago, Grisélidis fue una mujer apasionada, contradictoria; una militante que luchó por defender los derechos legales de las trabajadoras sexuales; que tuvo cuatro hijos con tres padres diferentes; que conoció la cárcel en Alemania; y que encontró su redención en la escritura. Su editor, Yves Pagés, la definió como “una puta iconoclasta al borde del quebranto”. En su libro Confesiones de una vieja prostituta (1999), Réal reconoce haberse practicado once abortos (“pobres embriones, masacrados a golpes”) y haber ejercido la prostitución en distintos períodos. Al principio odiaba el oficio. “Cada mañana, cuando me acuesto, agotada, me parece que un rebaño de puercos me pasó por encima”. Con los años, sin embargo, fue encontrando en el meretricio “una ciencia, un arte, un gesto de humanismo”. Autobautizada como Solange, decía estar orgullosa de ser cortesana, porque “nosotras salvamos del suicidio y la soledad a aquellos que encuentran en nuestros brazos y vaginas el impulso vital que se les frustra en otros lugares”.

Según cuenta la periodista Reneé Kantor, en un perfil escrito para la revista Frontera, Grisélidis se unió en 1975 a los movimientos de lucha de las mujeres parisinas, sumándose a la célebre revolución durante la cual 500 prostitutas ocuparon una capilla. Como tantas otras, fue víctima no solo de discriminación, sino de enfermedades venéreas, como la sífilis, que curaba mezclando “penicilina con tres copas de vino tinto”.

Llevó un registro pormenorizado de sus clientes, entre los que se contaban obreros, soldados, negociantes y hasta clérigos. En el libro El Carnet Negro hizo una muy precisa recopilación de los usos y costumbres de esos amantes. Allí puede leerse, por ejemplo: “Alec, hombre pequeño, dulce y atormentado, antiguo militar arrepentido, eyaculador precoz, 60 euros” o “Billal, árabe gentil de edad madura, sexo muy grande, largo; folla a lo papá/mamá, no da más que 50 francos”.

El destino ha querido que Borges, ese enemigo de los escándalos, tuviera por vecina a esa mujer rebelde y decadente, que se refería a la escritura con auténtica pasión (“una hiena silenciosa que nos roe las tripas”) y que antes de morir hizo un pedido público que muchas parejas ginebrinas no se cansan de honrar a diario hasta el día de hoy: “Yo quiero que la gente venga a hacer el amor sobre mi tumba”

Esta columna fue publicada el 15 de octubre del 2016 en la revista Somos.