"Esta permanente contradicción entre buscar el progreso y a la vez sentir que caminamos al borde del abismo, que hemos avanzado tanto y tenemos aún tan poco?"
"Esta permanente contradicción entre buscar el progreso y a la vez sentir que caminamos al borde del abismo, que hemos avanzado tanto y tenemos aún tan poco?"
Ignazio De Ferrari

La década del 10 del siglo XXI llega hoy a su fin y en un ejercicio de síntesis de los últimos diez años, podría decirse lo siguiente: el Perú ha seguido progresando, pero aún le queda un camino muy largo por recorrer para ser un país desarrollado. En otras palabras, hemos avanzado tanto y para muchos tenemos aún tan poco.

Si algo ha caracterizado el desarrollo de la última década, como el de los diez años anteriores, es que lo avanzado no ha sido suficiente para corregir nuestras contradicciones estructurales. En casi cualquiera de los frentes en que midamos el se da este fenómeno. El de la reducción de la pobreza es un buen ejemplo. Según data del INEI, entre el 2009 y el 2018 la disminuyó de 33,5% a 20,5%, para situarse 10 puntos por debajo del promedio latinoamericano. Sin embargo, las desigualdades socioeconómicas se redujeron en el mismo período de manera muy moderada. El país es menos pobre pero sigue siendo excesivamente desigual. Parte del problema es que no hemos terminado de internalizar que los sistemas de salud y de educación pueden, y deben, ser verdaderas herramientas de ascenso social.

La y el sistema de justicia, en general, son otro buen ejemplo. En el exterior se señala al Perú como un caso de éxito en la forma en que ha procesado la corrupción de las esferas más altas del poder político. Sin embargo, sabemos también que eso ha sido a costa, en más de un caso, de un uso desmedido de las prisiones preventivas. Sabemos también que en sus escalones más altos, el Poder Judicial sigue asfixiado por la corrupción. En definitiva, la gente no vale lo mismo –como ha señalado la ministra de Economía– porque la ley sigue sin valer igual para todos.

En el terreno político, por más difícil que sea ver el bosque y no solo el árbol, no es poca cosa que el consenso mínimo sobre la necesidad de defender un modelo de economía abierta haya resistido los últimos diez años, sobre todo en el contexto del fin del ‘boom’ de los ‘commodities’. Sin embargo, será muy difícil que ese consenso mínimo se siga robusteciendo dados los bajos niveles de crecimiento económico y el estado de nuestras instituciones. El modelo sigue en pie, pero seguimos también a una elección a la vuelta de que los votantes pateen el tablero.

¿Qué podemos concluir de este estado clínico de bipolaridad nacional, de esta permanente contradicción entre buscar el progreso y a la vez sentir que caminamos al borde del abismo, que hemos avanzado tanto y tenemos aún tan poco?

Una primera conclusión de todo esto es que el desarrollo no es un proceso lineal en que se sube a la carretera del progreso para no salir hasta llegar al Primer Mundo, o en la jerga tecnócrata, a la OCDE. En el camino, la tentación del fracaso, como decía Ribeyro, ofrece muchas salidas posibles. La democracia, como el desarrollo económico, no consisten solamente de blancos y negros. Es más bien alrededor de los grises que a menudo se establece un equilibrio. Es el costo de crecer sin instituciones.

Una segunda conclusión es que si queremos realmente ser parte del club de países desarrollados, tendremos que redefinir los consensos mínimos. Dicho de otra manera, buena parte de la izquierda deberá entender que el problema de fondo no es “el modelo”. Abrir nuestra economía ha demostrado mejor que ningún otro sistema que se puede tener largos períodos de crecimiento económico. Y necesitamos crecer, no 2% o 3%, sino 5% o 6% para poder seguir reduciendo las brechas de pobreza. A su vez, buena parte de la derecha necesitará también darse cuenta, de una buena vez, de que los niveles de desigualdad con los que convivimos son inaceptables, y que las revueltas sociales de nuestros países vecinos sean, quizá, la última advertencia que tengamos.

La tercera conclusión es que si no resolvemos los nudos gordianos de la y la política, el Perú nunca llegará a ser un país serio, capaz de enfrentar con madurez sus más grandes desafíos. Las elecciones generales del bicentenario serán un buen termómetro para definir si la próxima década servirá para que nuestro desarrollo sea menos contradictorio que en los 20 años previos. Pero antes del bicentenario habrá trabajo por hacer. Los acuerdos a los que puedan llegar el Congreso y el Ejecutivo de Martín Vizcarra para continuar las reformas iniciadas por el presidente serán fundamentales para llegar al 2021 con pocas ganas de hacer estallar el sistema. De eso dependerá en buena medida que tanto no siga siendo muy poco.