(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gianfranco Castagnola

Hace dos meses escribíamos en estas páginas que había un espacio para el optimismo: el plan de ejecución de gasto público, única herramienta de reactivación en el corto plazo, resultaba creíble; se habían destrabado algunos proyectos de inversión relevantes; la economía internacional empezaba a ayudarnos; y, lo más importante, parecía que se había producido un “destrabe político”, pues el presidente Pedro Pablo Kuczynski y la lideresa de la oposición Keiko Fujimori habían sostenido un diálogo que, de acuerdo con fuentes cercanas a ambos, había sido muy fructífero. Los sucesos de las últimas semanas muestran que este espacio merece una revisión.

El canal de transmisión de la política a la economía es la confianza. Cuando esta existe, las empresas asumen mayores riesgos y toman decisiones de inversión, mientras que las familias gastan más y se sienten más cómodas endeudándose. Se ha dicho mucho que en el Perú se había logrado desacoplar la economía de la política. Eso no es cierto. El empresariado y las familias peruanas saben navegar en aguas turbulentas. La debilidad institucional de nuestro país los ha hecho resistentes al ruido político, esto es, a las manifestaciones superficiales de tensiones, lenguaje cargado, etc.

Sin embargo, otra cosa es la incertidumbre: la baja o nula predictibilidad sobre los escenarios políticos en el futuro y su impacto en la estabilidad y crecimiento de la economía y en las reglas de juego que la gobiernan. Si se ve una luz al final del túnel, muy probablemente las decisiones se afectarán poco o nada. Pero si en medio de la turbulencia no hay claridad, la confianza se retraerá, con consecuencias negativas para la actividad productiva. Esto pasó en el 2000, con la caída del gobierno de Alberto Fujimori, y también en las elecciones del 2006 y el 2011, cuando se temía por el triunfo del entonces candidato Ollanta Humala.

Hoy corremos el riesgo de enfrentar un escenario de incertidumbre, más que por la crisis política en sí –gobierno y oposición han respetado las reglas de juego institucionales–, por la conducta de los principales actores políticos. El mayor logro del diálogo del presidente Kuczynski con Keiko Fujimori fue el establecimiento de un canal de comunicación entre ambos, inexistente hasta ese momento. Se desconoce qué pasó desde entonces, pero resulta evidente que funcionó poco. Era responsabilidad de ambos lados fortalecerlo, pero el más interesado en hacerlo debió haber sido el Gobierno.

La huelga de los maestros transparentó la fragilidad de ese entendimiento. Más allá del manejo del Poder Ejecutivo de este evento, resulta difícil entender la conducta del fujimorismo tanto durante la huelga –donde terminaron en una extraña cercanía al Movadef– como en la posterior decisión de censurar a la ministra Marilú Martens. De allí a la tensión y virulencia que produjo el pedido de voto de confianza del Gabinete Zavala había solo un paso.

Hoy es difícil pronosticar cuál será el escenario político en 12 meses. Un eventual indulto a Alberto Fujimori –aceptado por el 65%, con solo un 1% que no sabe/no opina, lo que refleja un alto grado de polarización– puede mover todo el tablero político, pero no queda claro si el gobierno será capaz de delinear una estrategia que le permita salir mejor parado de lo que está hoy.

Tampoco sabemos si el siguiente enfrentamiento –que seguramente ocurrirá, dada la impericia política del gobierno y la agresividad de la oposición– terminará en un pedido de censura de algún ministro, una solicitud de voto de confianza del Gabinete y eventuales nuevas elecciones congresales; si estas podrán realizarse en los cuatro meses que regula la Constitución; o si Fuerza Popular intentará cambiar las reglas de juego.

Esta incertidumbre puede pasarle la factura a la economía. De acuerdo con Apoyo Consultoría, la diferencia de crecimiento entre un escenario pesimista y optimista para el 2018 –donde el elemento político es la clave– es de 1,7 puntos porcentuales, muy significativo para los actuales niveles de actividad productiva.

Por ello, el gobierno y la oposición tienen una responsabilidad enorme. Es obligación de ambos alcanzar un acuerdo mínimo que le dé gobernabilidad al país. Quien gobierna requiere de un entorno apropiado para diseñar políticas públicas, llevarlas a cabo y ejecutar el gasto público necesario para satisfacer las necesidades de la población. Necesita, también, acuerdos políticos para aprobar reformas en el Congreso orientadas, entre otras cosas, a mejorar la competitividad del país. Todo ello presume capacidad de diálogo y negociación, pero sobre todo un deseo genuino de que a todos nos vaya mejor.

Esperemos que las buenas formas mostradas luego de la juramentación del nuevo Gabinete no solo sean una breve tregua, sino una señal de que esta crisis haya enseñado a ambos lados el peligro de caminar al borde del abismo. Ya perdimos cinco años por la mediocridad del gobierno del presidente Humala. No perdamos otro quinquenio, esta vez por no ser civilizados en política.