"Vivimos en una sociedad en la cual la vida humana ha perdido todo su valor". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Vivimos en una sociedad en la cual la vida humana ha perdido todo su valor". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Hace algunas semanas, mis nietas, de diez y de ocho años, participaron en un concurso escolar. La mayor, Juliana, escribió un ensayo que tituló: “¿Quién soy yo?”; y la más pequeña, Emma, pintó un cuadro donde insertó un pequeño espejo para que quien lo mirase se descubriera en él. Más allá de los premios que las dos ganaron, me emocionó muchísimo el hecho de que siendo aún niñas aborden temas de identidad, planteándose ese tipo de preguntas que, por milenios, nos hacemos los humanos. “Soy una hija, una amiga, una hermana, una prima. En mi alma uso el arte para expresarme, en mi corazón encontrarás una pasión por los animales y en mi hogar encontrarás una familia que me quiere. Mi pasado, mi presente y futuro contiene memorias y aventuras por venir. Nací en Whittier, California, pero en mis venas llevo a Oregon, a Italia, al Perú y a Irlanda”. Luego de contar que su sueño es ser una veterinaria o una escritora y que su mayor alegría es jugar con su hermana y su perra, Juliana concluyó afirmando: “la vida me ha hecho lo que soy y no tengo otra opción que ser quien soy. ¿Quién eres tú?”.

Después de leer el ensayo de Juliana y recordar cuando la tuve por primera vez entre mis brazos, al igual que a Emma, la pintora, pensé en el rol fundamental que cumple la educación en el empoderamiento de las niñas. También se me vino a la mente esa frase: “Nos queremos vivas, libres y sin miedo”, que está circulando, a propósito del Día de la Mujer celebrado hoy. En un momento tan dramático para las mujeres peruanas –en lo que va del año, hay varios centenares de denuncias por violación y ya perdí la cuenta de los asesinatos perpetrados–, una de las defensas de nuestras niñas es una familia que las quiera, respete y proteja. Pero también una imagen de ellas mismas, reflejo del amor propio y de los sueños que las proyectan en el tiempo. El proceso de autoconocimiento solo es posible en una vida sin miedo y en libertad. Los centenares de casos de mujeres y niñas maltratadas, además de las violadas y asesinadas, nos llevan a reflexionar sobre la precariedad material y emocional en la que transcurren las vidas de miles de compatriotas. Y si bien el tema de la violencia machista indigna hasta la saciedad, hay otro tema que es en verdad espeluznante: vivimos en una sociedad en la cual la vida humana ha perdido todo su valor. Cadáveres de mujeres y niñas, pero también de hombres, tirados en descampados, algunos en cajas, en bolsas de yute o simplemente cercenados y esparcidos por toda la ciudad, hablan del nivel de degradación y deshumanización que nos desborda. Ante la magnitud del desafío, el Estado parece ya no existir como guardián del primer derecho ciudadano: la vida.

Los fiscales y jueces están haciendo su trabajo en castigar a todos los que se robaron los recursos que hubieran permitido la construcción de casas de acogida para mujeres maltratadas, centros de prevención, escuelas de arte donde niños y niñas pudieran acudir a elevar su espíritu mientras sus padres trabajan, consultorios de salud mental o bibliotecas públicas. El virrey Barata y su corte peruana no solo corrompieron y saquearon a manos llenas, sino que pulverizaron el cuerpo político destruyendo, en el camino, cualquier atisbo de comunidad y de confianza entre peruanos quienes, inevitablemente, se traicionan unos a otros para salvar el pellejo. En un escenario de robo generalizado, de crisis política y de disolución social, robarle la vida a los más débiles parece ser el próximo paso por seguir. A menos que hagamos algo para detener esta lógica perversa. ¿Quién eres tú en todo este drama? ¿Quién soy yo en esta pandemia mil veces peor que el coronavirus? ¿Cómo pasar de la indignación a la acción? ¿Será posible que mi conocimiento sea puesto al servicio de las niñas? ¿Cómo organizarnos como sociedad ante este embate tan brutal que viene cebándose de la inocencia de angelitos que deberían estar jugando en vez de vivir el horror de una violación, seguida de la muerte a los tres o cuatro años de edad? Triste admitirlo, pero en el mundo del placer instantáneo, que tuvo a Odebrecht como pensamiento guía, las niñas y mujeres peruanas se han convertido en objetos de consumo que luego de cumplir su “función” se descartan y se tiran a la basura. Tal como un puñado de ladrones canibalizaron y luego lanzaron a su suerte a una nación entera.

“¿Qué pasaría?”, se preguntó alguna vez Antón Chéjov, “¿si uno comenzara a vivir de nuevo y aún más en plena conciencia? ¿Si esta vida, la que hemos vivido, fuera algo así como un borrador preliminar? Entonces, cada uno de nosotros trataría de no repetirse a sí mismo. Se crearía por lo menos una distinta manera de vivir”. Plantear el 2021 como un punto de partida para empezar de nuevo, con el bagaje de una amarga experiencia, ayudará a un ejercicio de introspección que permita imaginar una república en la que la felicidad, bienestar y futuro de nuestra infancia sea la prioridad. Tal vez de esa manera, al mirarnos a la cara y preguntarnos: ¿quién soy yo?, la respuesta muestre esperanza, amor propio, alegría y un indomable amor por la libertad que nos prometieron hace ya casi 200 años.