(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Harry Belevan-McBride

Reflexionar sobre el ethos en un país como el nuestro es arriesgarse a tropezar con el reproche instintivo de que en el fondo se trataría de una provocación, debido a las emociones atávicas que enciende la discusión misma del concepto de la otredad. No es razón sin embargo para dejar impune lo que un congresista de divertido nombre le encajó recientemente a un ministro, advirtiéndole sin rubor alguno que “los peruanos no somos gringos como usted” y sin que alguien en el hemiciclo, comenzando por el propio agraviado, censurara tan deleznable expresión racista envuelta en un risueño adjetivo coloquial. Y es que, muy desagraciadamente, ya nos hemos acostumbrado a vivir con el anverso del racismo cultivado por unas minorías y a convivir con el reverso supuestamente reivindicador ejercido por las mayorías, que hoy lo aplican maquinalmente a quienes se les imputa ser los descendientes genéticos de aquella pigmentocracia histórica.

Hace unos años un ex presidente denunció la existencia de un fundamentalismo andino, observando con alarma la esencia netamente racista agazapada tras el anhelo de alcanzar una hegemonía altiplánica que definiría de manera excluyente a la nación peruana. Fue cuando el pintoresco taita del gobernante más inepto de nuestra historia contemporánea defendió ardorosamente la superioridad de la raza cobriza (sic), sin que su entrevero mental fuese repudiado seguramente por tratarse de una de sus acostumbradas incontinencias mentales. No debería entonces sorprendernos el contagio por el cual el mismísimo congresista que hace poco culpara a la lectura como causal del Alzheimer, pretenda ahora desacreditar a su adversario con un vocablo racista. Sí debe en cambio asombrarnos que ningún parlamentario reaccionara ante el epíteto expectorado con evidente intención despectiva, pues aquel mutismo colectivo estaría develando un racismo tan indigno como el del ofensor al avalar la injuria con una arrogante empatía soterrada.

Podemos descalificar el racismo lacrimoso camuflado en aquella emblemática canción criolla que afirma: “…fueron los blancos venidos de España que nos dieron muerte”, respondiendo al vernáculo gemido con la admonición del Amauta: “…no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales”.

Pareciera, sin embargo, que ni las palabras del más pragmático de los marxistas bastarían para denunciar las mil y una caretas con que se disfraza la discriminación étnica en nuestro país, en donde se silencia el racismo cóncavo como si fuera un casto molde de su matriz convexa. Pero así lo ha sido desde cuando el vasallaje inca de las comarcas conquistadas reflejaba la misma relación de opresor y oprimido que hubo, más de un milenio antes, entre el arconte ateniense y el cleruco griego, hasta cuando las mayorías de estos y aquellos calcaran el despótico discurso elitista mudando apenas su direccionalidad pero manteniendo una idéntica representación tóxica de la otredad. Y también lo ha sido porque el inveterado sentimiento racista de la humanidad ha ido involucionando por una doble vía, hasta diluirse contemporáneamente en la banalidad del mal de tan extrema resonancia genocida.