Ilustración: Víctor Sanjinez
Ilustración: Víctor Sanjinez
Luis Millones

Cuando en 1959 acabé los dos años de Estudios Generales, despreciando los consejos de gente más sensata me matriculé en la Facultad de Educación de la PUCP para finalizar con el título profesional de profesor de Educación Secundaria en la especialidad de Historia y Geografía. La carrera era, como ahora, la cenicienta de los estudios universitarios aunque, para mi sorpresa, el curso de Historia del Arte lo dictaba , cuyos logros académicos estaban a kilómetros luz del resto de docentes. El desconocimiento de ellos era compartido por los alumnos, que no teníamos idea de los méritos de quien asumiría el rol de profesor de la materia.

El primer día de clase nos dejó desconcertados con la exigencia de que en la reunión siguiente leyésemos “Cartas a un joven poeta”. Eso nos daba dos días para averiguar quién era Rainer Maria Rilke y encontrar su texto. En ese tiempo, la vinculación de Winternitz y la PUCP ya estaba organizada. Al artista lo había llevado Víctor Andrés Belaunde y quien era rector, el R.P. Jorge Dintilhac, estaba satisfecho de tener a ese notable vienés en la universidad.

Leí con devoción el libro que conseguí de un amigo, quien lo tomó de la biblioteca de su padre. Muchas de las frases ahí escritas me quedaron grabadas en la mente por razones que aún no puedo explicar. “Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir”, escribía Rilke a quien intentaba seguir su camino.

El día de la segunda clase tropecé con Winternitz una cuadra antes de llegar al local de la facultad. No tuvo eco mi saludo y caminamos juntos en silencio. Poco antes de la entrada, me miró con fiereza y preguntó: “¿Qué ha entendido?”. Asustado, solo me atreví a repetir las frases que hasta hoy recuerdo. No dijo nada hasta cuando nos disponíamos a entrar al salón. Allí, sin un gesto amable, me espetó: “No entre, regrese la próxima clase. Hoy no tiene nada que aprender”. Seguí asistiendo a sus clases y estoy seguro de que es lo único memorable de esos años.

El incidente de alguna manera me ligó a las artes plásticas, aunque como simple admirador. Pero la suerte me ha ayudado a conocer a un buen número de pintores peruanos, desde Fernando de Szyszlo hasta los que hoy siguen destacando en esa disciplina.

Poco tiempo atrás, esa condición de contemplación gozosa en la que me encontraba se interrumpió cuando mi querido amigo, el artista Rafael Hastings, me pidió que presentara su libro “Poemas mentales”. Preocupado por la tarea, leí el erudito prólogo que precede a las páginas en las que se refiere a algunas de sus obras, así como la cuidadosa entrevista de Víctor Vimos. Luego de eso era claro que yo no tenía nada que agregar. Se lo dije a Rafael pero no me hizo caso, y me avisó que ya había programado la fecha de la presentación.

¿Qué podía decir frente a los diseños de distinta naturaleza, los textos y frases que no tienen necesaria relación entre ellos o con los dibujos? Quizá una de las imágenes más llamativas es la que aparece en la página 23 del libro. En ella se muestra lo que parecen ser dos ventanas coloniales y un insecto sobrevolando en la parte superior. Integrada a la pintura está la frase manuscrita “Esperaba una llamada…”. Debajo, con letras grandes, se lee “H U M A N A E”. Coronando la imagen, otra vez manuscrita, la pregunta: “¿Cómo contar esta historia de manera sorprendente?”.

Las 117 páginas del libro y sus dibujos podrían llevar esa misma frase, pero a mí no me ayudaban. Poco antes de que empezase la presentación, traté de que su autor me explicara qué pensaba con respecto a tal o cual obra, pero Rafael insistió que pintaba sin razonar de manera específica sobre cada una de las imágenes o los textos que salían de su pluma.

Fue entonces cuando recordé que la misma situación de desconcierto me había invadido muchos años atrás. Entonces me encontraba en un caserío en Apurímac, acompañado por mi recordado colega de toda la vida, el andinista japonés Hiroyasu Tomoeda. En ese lugar, estábamos parados frente a un anciano curandero, sordo, que hablaba en voz semiaudible y practicaba su saber de manera peculiar. A las preguntas de los pacientes, el curandero respondía haciendo dibujos que un niño de 8 o 9 años ‘interpretaba’ escribiendo en ‘quechuañol’ sobre la cara que no había sido utilizada de unas páginas de papel mimeografiado.

Aunque Tomoeda hablaba con fluidez el quechua local, la condición del anciano hacía casi inútil sus conocimientos del idioma. A su vez, los escritos del niño eran apenas legibles (sin tratar de ponernos exigentes con cosas tan remotas como ortografía española o quechua estandarizado). El anciano parecía no entender nuestras preguntas y sus ‘respuestas’ en dibujos o letras no nos decían nada. Además, estábamos muy cerca de los 4.000 metros de altura y un viento muy frío hacía más difícil la entrevista. De pronto, haciendo un esfuerzo visible, fue el curandero quien nos hizo una pregunta. Quería saber por qué estábamos allí.

Cuando salgo a realizar trabajo de campo, recurro a mi condición de profesor, ya que muy poca gente sabe lo que hacen los antropólogos. Pero ese día Hiroyasu se empeñó en intentar explicárselo y la confusión llegó a extremos insostenibles. Optamos por retirarnos, sabiendo que ese suele ser uno de los resultados posibles de toda aventura antropológica. A unos cuantos pasos de su choza nos alcanzó el niño con una hoja que sería el recuerdo del fracaso y que fue a reposar en mis archivos.

Días atrás, mi colega Carmen Cazorla me ayudó a reconstruir lo que el anciano había entendido de nuestra explicación: “Ukunchika qawaspam, wakinta qawanchik” (Dentro de nosotros mirando, los otros miramos). ¿No serán esas las razones de Hastings? ¿No estará compartiendo con nosotros la mirada interior que hace de su pintura el vínculo que necesita el artista o el antropólogo con su audiencia? Creo que sí, los dibujos y las palabras son la magia de chamanes y pintores.