(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Enrique Bernales

Existe en nuestro medio la tendencia a un uso de palabras y conceptos que, por su contenido e importancia, tienden a emplearse para enfrentar situaciones de difícil manejo, cuando no para abrir expectativas y esperanzas irrealizables en un corto plazo. En meses recientes esto ha ocurrido con el concepto ‘reconciliación’. Cuando observamos su aplicación, constatamos que, en términos generales, muy pocos son los que en verdad conocen qué es, a quiénes convoca y cuáles son los recursos a emplear para que la reconciliación sea cabal y auténtica. 

Fui miembro del grupo de siete personas convocadas por el presidente Valentín Paniagua para trabajar en la Comisión de la Verdad. Luego, por decisión del presidente Alejandro Toledo, el número de integrantes se amplió a 12 y se añadió a su trabajo el tema de la reconciliación.

Fue una labor exigente que tomó poco más de dos años llevar a cabo. Esto se logró con la generosa colaboración de profesionales y expertos que ayudaron a comprender los graves problemas que el país sufrió bajo el terrorismo de Sendero Luminoso y el desconcierto que existió para responder con eficacia a la violencia senderista –tanto del Estado como de la sociedad–.

Pero no alcanzó el tiempo para tratar el tema de la reconciliación. Ello tanto por su complejidad temática como por los estudios especializados requeridos para que el país pudiera enrumbarse, como es absolutamente indispensable, hacia una reconciliación auténtica y asumida por todos como un compromiso permanente.

No obstante, en el octavo capítulo de “Hatun Willakuy”, que es la versión abreviada del informe de la Comisión de la Verdad, alcanzamos a proponer algunos aspectos de la reconciliación. Esta fue entendida como “un proceso de restablecimiento y refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos”.

También se expuso la necesidad de comenzar un proceso de reconciliación nacional, que implicaba trabajar en:

1. Una dimensión política relativa a una reconciliación entre el Estado, la sociedad y los partidos políticos.

2. Una dimensión social referida a las instituciones de los espacios públicos de la sociedad civil con la sociedad entera, de modo especial con los grupos étnicos marginados.

3. Una dimensión interpersonal correspondiente a los miembros de comunidades o instituciones que se vieron enfrentados.

Por tanto, el proceso de reconciliación se presenta como una reconstrucción del pacto social y político que hiciera del Perú una república libre, soberana, integrada, multiétnica, multicultural, inspirada en valores democráticos de justicia y de respeto a la dignidad humana. Un proceso que demanda poner en práctica múltiples y concurrentes acciones reparadoras o funcionales. Es lo que Jorge Basadre solía llamar “la promesa de la vida peruana” y José María Arguedas “el Perú de todas las sangres”.

En consecuencia, se trata de un proceso de larga duración. Sin embargo, sería conveniente comenzar a trabajar en el diseño de una memoria colectiva de personas e instituciones que aceptan ser corresponsables de lo que se hizo bien, pero también de lo que no se hizo o se hizo mal.

Podría seguir añadiendo más elementos del inmenso trabajo que significa involucrarse en la reconciliación nacional. Es por ello que al principio de este artículo expresé mi alarma cuando la expresión “reconciliarse” tiende a usarse como moda pero privándola de sus contenidos esenciales.

Reconozco que el país vive avatares difíciles por la suma de profundas decepciones y descontentos sociales en los que no es poca la responsabilidad del Estado. Pero también están presentes otras crisis institucionales –ahora más visibles que antes– como la corrupción, la inseguridad ciudadana, las exigencias por la igualdad de derechos (que tanto afecta a la mujer y a otros sectores discriminados), la violencia de la que son víctimas los niños y así un largo y penoso etcétera.

A todo eso tenemos que hacerle frente, pero sin jugar a la retórica y sin desvirtuar procesos sustantivos como los que desarrolla la reconciliación, convirtiéndola en lo que ella no es.  

Abaratarla no sirve. Al contrario, hace daño.