(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Roberto Abusada Salah

Por primera vez en muchos años hemos visto un reconocimiento explícito por parte de las más altas autoridades del gobierno sobre la necesidad de llevar adelante una reforma laboral. Las normas que regulan el mercado de trabajo en el Perú son a tal punto absurdas y anticuadas que aun políticos normalmente renuentes a modificarlas se han persuadido a reconsiderarlas ante la posibilidad de que tales normas terminen por consolidar para el futuro la actual triste e injusta situación. Una situación en la que la gran mayoría de los trabajadores en el Perú laboran en condiciones deplorables y sin los más elementales derechos laborales. En efecto, más del 70% del mundo laboral se caracteriza por la falta absoluta de seguridad en el trabajo, jornadas anormalmente largas, sin derecho a un período de vacaciones y menos aun al pago de horas extras o al cuidado de la salud que ofrece el sistema formal.

Se habla mucho de los llamados sobrecostos laborales, los cuales junto con el salario mínimo pueden representar, en efecto, un obstáculo para la contratación formal. Existen, sin embargo, otras causas tanto o más importantes que explican la informalidad en el empleo. Al mismo tiempo se deja de reconocer que con las reglas laborales vigentes y demás trámites burocráticos, la informalidad es el arreglo normal al que millones de trabajadores y empresas recurren para sobrevivir. Un arreglo sin el cual el desempleo, la pobreza, el crimen y el conflicto social en el Perú serían problemas mucho más agudos. La informalidad en el trabajo y la producción es un fenómeno común en todas las economías de ingresos bajos y medios. El Perú, sin embargo, es singular entre todos estos países debido a que posee un grado de informalidad laboral que excede en 20 puntos porcentuales a aquel nivel que correspondería a su grado de desarrollo.

Una manera obvia para emprender la búsqueda de soluciones para el grado anormal de informalidad existente en el Perú es la de identificar aquellas características de nuestro sistema que lo diferencian del resto de la gran mayoría de países del mundo con un nivel de desarrollo similar. Saltan a la vista dos elementos muy peculiares: la casi inexistencia de empresas medianas, y la inflexibilidad extrema en la contratación y el despido. La falta de empresas medianas es claramente producto de la maraña burocrática y la sobrerregulación que solo pueden franquear las grandes empresas. La regulación laboral y municipal, sumada a las que imponen decenas de entidades públicas en materia tributaria, de seguridad, sanidad y otras, hace que cualquier empresa de tamaño mediano deba dedicarle un aparato administrativo imposible de financiar. Así una pequeña empresa en el Perú jamás puede alcanzar la escala y productividad que en otras realidades se asocian con la empresa mediana.

Por otra parte, encontramos que el sistema laboral peruano posee un grado de inflexibilidad extrema virtualmente única en el mundo. El problema tiene su origen en los fallos del Tribunal Constitucional que, desde el 2001, interpretan que el mandato constitucional de otorgar al trabajador protección adecuada contra el despido arbitrario no se consigue con una justa indemnización, sino con su reposición en su mismo puesto de trabajo. Tal interpretación es no solo incompatible con cualquier sistema moderno de producción de bienes y servicios, sino que es contrario al espíritu de la Constitución y su régimen económico.

Con seguridad, buena parte de esos 20 puntos porcentuales de exceso de informalidad que exhibe el Perú en comparación con países de similar ingreso per cápita serían eliminados con atacar los dos problemas antes mencionados. Naturalmente, ello requeriría de una simplificación masiva de todo el aparato regulatorio que rige el establecimiento y operación empresarial incluyendo las centenas de disposiciones incumplibles incluidas en las más de 1.400 páginas de normas laborales vigentes. Y, por supuesto, se requiere una nueva y correcta interpretación del artículo 27 de la Constitución que establezca que el despido arbitrario se compensa mediante la sustancial indemnización hoy existente.

Al utilizar su actual capital político proponiendo estas dos medidas el presidente puede cosechar para el país un aumento nada despreciable de formalidad con enorme beneficio para la productividad, el empleo y el crecimiento.