(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)

“Ahora o nunca”, como dice el refrán. Y es que se han dado las condiciones para llevar adelante una reforma de la Constitución como respuesta a la crisis moral y política que nos embarga.

El presidente leyó bien el sentir de la ciudadanía –de una abrumadora mayoría– que, como consecuencia de la crisis, clamaba a gritos por una solución. La salida fue el con los resultados ya conocidos.

Precisamente, el referéndum sirvió para desahogar la indignación ciudadana, y los resultados marcan un indicador en donde, entre todas, la propuesta que se llevó la peor parte fue la de la . El 90% se pronunció por el No. Nadie pone en duda que la intervención del presidente en esta pregunta fue importante, sobre todo porque no aceptó que el Congreso introdujera modificaciones a la cuestión de confianza. Pero existió otro factor, a saber, el que la mayoría ciudadana considerara un gasto excesivo e innecesario implementar una segunda cámara.

A mi modo de ver, una pasa por empoderar al ciudadano, empoderamiento que ya posee con las instituciones de la democracia directa, como el referéndum (de muy poco uso en lo que va de este siglo) y la revocación (de aplicación relativamente constante cuando el Jurado Nacional de Elecciones hace las convocatorias en los plazos señalados por la ley).

A la revocatoria hay que dejarla como está, mas no así al referéndum. Debería introducirse un artículo en la Constitución que defina que ciertas normas de interés general (las leyes orgánicas, por ejemplo) deben ser consultadas al pueblo, y también establecer constitucionalmente la obligatoriedad de rendir cuentas para toda autoridad elegida. Ello no solo acercará al elegido con el elector, sino que contribuirá con la transparencia, fundamental en la lucha contra la corrupción. Tenemos que crear las condiciones políticas y jurídicas para construir una cultura de rendición de cuentas, una tarea pendiente.

De otro lado, Fernando Tuesta, el flamante presidente de la comisión de alto nivel encargada de presentar una propuesta de reforma política al presidente de la República, ha dicho que la “bicameralidad es la madre de todas las reformas”.

Estamos de acuerdo. La bicameralidad es necesaria, pero ¿se podrá establecer sin ningún problema político algo que el 90% de la ciudadanía ha votado en contra? La situación se torna complicada, al menos en lo inmediato, porque, valgan verdades, no hay bicameralidad que funcione bien en tanto no sea la cabal expresión representativa de la población. Y dado el aumento de la población en los últimos 40 años, deberíamos tener por lo menos entre 280 y 300 representantes y que, como bien plantea Jaime de Althaus (el primero en hacer esta propuesta en el país), los distritos electorales se conviertan en uninominales o binominales.

Es decir, debemos tener más congresistas con distritos electorales, que acerquen al representante con el representado, que a este le sea conocido y que rinda cuentas.

En este contexto, debe realizarse una reforma relacionada con el funcionamiento de los , con elecciones internas y abiertas supervisadas por el JNE y, en la medida de lo posible, evitar el caudillismo grande y pequeño que prolifera a lo largo y ancho del país, salvo algunas honrosas excepciones.

Una reforma política de peso, con una representación más dinámica y flexible y con mayor participación de la ciudadanía, servirá para una mejor democracia, para destrabar la concentración del poder en los caudillos y en su entorno, que muchas veces enarbolan un discurso democrático, pero que gestionan de manera autoritaria.